El rey de las nubes

Preocúpate por tus asuntos

Finalmente llegamos, un poco antes del atardecer, luego del vuelo más callado que había tenido. Y eso que solo era el segundo en mi vida. Fabián llevaba tanta prisa que apenas tomó su equipaje, se apresuró a salir del aeropuerto. Yo estuve unos pocos minutos más esperando, para tomar mi maleta y finalmente salir al exterior.

Estaba junto a uno de los taxis que siempre ofrecen su servicio allí. El chofer montó nuestro equipaje en el maletero y subimos todos al vehículo.

—Diríjase primero a La mansión del Señor, por favor.

—¿La funeraria del centro? —se aseguró el chofer.

Fabián respondió con un seco y directo «Sí», para consecuentemente, el chofer se pusiera en marcha hacia la ciudad.

No podía mantenerme mucho más tiempo callado. Y es que no terminaba de asimilar todo lo que sucedía. Era tan vertiginoso, que incluso yo no sabía cómo sentirme al respecto de todo eso. En la mañana anterior estaba conversando con mi novio sobre nuestro futuro, el hogar que esperábamos construir; y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, nos encontraríamos en una funeraria, en mi país natal.

Evité mirar por la ventanilla, solo podía observar la mala compostura de Fabián. Algo murmuró durante algunos minutos en el auto, un ruido ininteligible que nunca pude descifrar, ni siquiera una señal de su rostro, pues desde que supo la noticia, se mostró tan retraído como nunca lo fue. La imagen calurosa, satisfecha y tan llena de gracia que mantenía de Fabián, lucía tan perdida en el tiempo como historias que nunca pudieron ser contadas.

Al llegar a la funeraria, él se bajó con prisa y fue directo adentro. El taxista me miró confundido y me preguntó si aquí finalizaba el viaje. Yo le pedí que nos esperara unos momentos. 

Seguí a Fabián hasta el vestíbulo del edificio fúnebre. Javier estaba allí, a unos metros de distancia, junto a un pasillo con destino desconocido. Fabián le preguntó algo en voz baja y su hermano señaló el mismo pasillo, concretamente, escaleras arribas. No pude ver más pues la pared obstruía la visión de los escalones.

Me aproximé a él y pude ver su rostro abatido. A comparación de Fabián, se lograba notar que estuvo llorando. Su rostro estaba algo enrojecido, pero recuperaba el semblante poco a poco.

Me abrazó en cuanto me vio. Sentí su respiración y claramente estaba agitada, el corazón le latía muy rápido y su cuerpo estaba con mal temple. Le di el abrazo más cálido que mi cuerpo pudo ofrecer, digo, al menos él sí parecía necesitarlo.

—¿Cómo está Fabián, Elvis?

La pregunta me extrañó un poco. Ni siquiera alcancé a preguntarle por él mismo.

—Creo que lo ha tomado de una forma distinta a ti... Si me entiendes.

—Sí, sí, te entiendo. Al menos lograron llegar lo más pronto posible.

—Incluso yo me sorprendo de eso.

Miré a través del pasillo y este daba a una entrada hacia las escaleras y, al final de estas, se dividía en dos caminos con puertas que, asumía, serían salas para velar a los fallecidos.

»¿Puedo subir a ver?

—Sí, por supuesto. Aunque, antes, ¿me harías un favor? Toma este vaso y llénalo con chocolate caliente en el comedor. Es para que se lo des a Fabián y lo reconforte un poco.

—Oh, claro, eso le gustará mucho.

—Te esperamos arriba. Estamos en la sala número 4.

Asentí. Javier subió con pasos largos y yo tomé el camino hasta el comedor. Estaba completamente solo, en un silencio sepulcral, graciosamente. Ok, lo siento. Pero que solo se escucharan mis pasos, aunado al frío del lugar, me hacía imaginar como si de así se tratara la muerte. Y era lo que lograban sitios como ese.

Tuve que servir yo mismo el chocolate caliente. Sin avisar, la señora que administraba la cantina, apareció de repente causándome un gran sobresalto. Le pregunté si era gratis solo porque mi voz quería escapar de la celda de mis dientes. Ella sonrió y dijo que sí, disculpándose por haberme asustado.

Con gran incomodidad, salí del comedor para volver hacia las escaleras y subir. Un fuerte estruendo me hizo espabilar instantáneamente. De repente, muchas voces y alaridos escapaban de uno de los velatorios. Dejé el vaso con chocolate en una de las sillas de espera que se hallaban en el pasillo y corrí hasta pasar por la puerta con el "4".

No podía creer lo que veía. Se había armado una trifulca entre un grupo de personas, y entre ellos, estaba mi novio. «¡Fabián!», grité con inquietud. Cayó al suelo y tres personas más intentaron continuar golpeándole. No obstante, muchas más fueron las personas que insistían en evitarlo, entre ellas, identifiqué a muchos vecinos de doña Julieta.

Javier logró arrastrar a su hermano hacia una esquina, en donde varios más se acercaron a observar su estado. Quise acercarme pero Javier lo evitó.

—Elvis, disculpa por esto, pero debes irte ya.

—¿Qué? Claro que no. No voy a dejar a Fabián. ¿Por qué coño lo golpearon, quiénes son esos, qué está pasando..?

—Elvis, no es de tu incumbencia nada de lo que pasó. Sé que quieres ayudar, pero no puedes hacer nada. Toma las llaves de la casa y ve ahora mismo, aprovecha que tu taxi sigue abajo.

—No me iré hasta que Fabián me lo diga él mismo.

Cuando fijé mi vista en Fabián, este miraba con rabia hacia las tres personas que le estaban golpeando hace segundos. ¿Quiénes eran y por qué habrán hecho algo así?

—¿F-Fabián? —le llamé, muy inseguro.

—No quiero que te metas en esto —dijo entre su agitación. Después, me miró directo a los ojos, con el reflejo de mi cascarón triste—. Debes irte, Elvis.

Entendí finalmente que solo estorbaba en todo eso que sucedía allí. Sin decir nada más, y con un último vistazo a mi novio, y otro hacia las horribles personas que le hicieron eso, decidí irme sin más. Me sentí muy mal por todo y por que justo sucedió frente al cuerpo frío de doña Julieta, fue un escenario terrible.



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En el texto hay: juvenil, romance, lgbt

Editado: 22.05.2024

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