Pasaron un par de semanas en las que me encargué de mantenerme ocupado. Comencé mi empleo de repartidor gracias a la recomendación de Andrés. No fue tan sencillo como esperaba. Debía ser muy pila, eso sí. O sea, tener perspicacia y viveza para que no se pasaran de listos conmigo.
Se trataba de un establecimiento de comida rápida cerca del centro del pueblo. Vendían toda clase de chatarra, como hamburguesas, pizzas y demás, y estaban probando suerte con un nuevo menú de ensaladas.
Había otro repartidor aparte de mí, que se encargaba de pedidos alejados del perímetro u otras cuestiones más importantes, con lo cual, usaba una moto que le suministraron. En mi caso, mi jurisdicción era todos los rincones del pueblo, y solo me dieron una bicicleta.
Aun así, necesitaba tener bastante habilidad para poder concluir todos los pedidos en el tiempo establecido. Y cuando no tenía nada que hacer, me encontraba en el local comiendo o hablando con Andrés, o ambos. No nos volvimos más cercanos de lo que ya éramos pero nos siempre nos llevamos muy bien.
Debo decir que supo suplir mi falta de contacto con otras personas. Casi siempre salíamos después de trabajar a bebernos algo y juntarnos en la casa de Mónica, solo unos minutos, porque ella se encontraba muy atareada con la universidad. Eso era lo mejor de trabajar: salir del trabajo.
Sé lo que pudiera parecer; que me estoy haciendo el duro, o que soy un insensible. Pero no, siento como cualquier persona. Por fuera lucía como que todo estuviera normal. Mi mundo intacto. El Elvis relajado y divertido de siempre.
Pero llegaba a casa, y Fabián no estaba allí. Me sentaba en la mesa a comer, y Fabián no estaba allí. Salía de la ducha sin Fabián. Y me acostaba en una cama yo solo, con una mirada perdida en el cielo de la casa. Este patrón se repitió por mucho, me tenía sumido en una preocupación inmensa. Una noche, un mensaje que recibí cerca de las veintitrés horas, me hizo sobresaltar como pocas cosas han logrado hacerlo.
No podía cerrar los ojos y escuché el tono del mensaje casi por casualidad, pues el mundo exterior, para mí, era tan silencioso como una cueva a metros bajo tierra.
Decía: «Hola, Elvis, en unos días pasaré a ver cómo estás. Lamento la falta de comunicación, pero todo ha sido un caos. Luego te contaré, si quieres. Un abrazo y buenas noches.»
A pesar de todo, me alegra haber recibido aunque sea una señal de vida de él. Mi sonrisa no se hizo esperar, y dormí con mi celular a un lado, con el mensaje abierto. Ni siquiera hice preguntas, ni le confronté, o me molesté, nada. Si bien, lo peor de todo era sentirme solo durante todos esos días, aún me ponía en los zapatos de Fabián y por lo que debiera estar pasando.
Incluso, es mucho decir tomando en cuenta que sabía muy poco lo que ocurría en su vida, pero lo conocía muy bien, y tarde o temprano me lo contaría. No le obligaría a hacerlo ni haría preguntas al respecto, claro que no. Solo necesitábamos tiempo separados, para cada uno arreglar aspectos que nos atormentaban.
Mientras tanto, yo continuaba mi jornada sin bajar los ánimos. Lo peor de todo, durante ese trabajo, era el sol tan insoportable y cómo andar en bicicleta cansaba tanto, sumado a los largos viajes que debía hacer, si a alguno de los residentes se le ocurría vivir a kilómetros del establecimiento. Pero no podía hacer nada, todo sea por la plata, supongo.
Por el contrario a lo anterior; en una tarde lluviosa, resbalé con la bicicleta en una intersección. Caía tanta agua que no había gente caminando por ahí, así que nadie fue testigo de mi vergüenza. De cualquier forma, estaba retrasado por unos pocos minutos, y por ende, ni siquiera me apresuré en levantar la comida envuelta en aquella bolsa marrón y húmeda. Tomé todo y caminé hasta debajo de una vieja librería. No sé si realmente llamarla así pues también vendían discos de recopilaciones de música de diversos géneros. Más que todo, merengue.
Estuve debajo del toldo y me senté en el suelo, con la cabeza entre las rodillas. Y eran esos momentos, en los que mi cuerpo detenía sus funciones motoras, los que más detestaba lo solo que me sentía. Digo, no sabría decirlo en palabras. Supongo que son esas ocasiones en las que parece como si el mundo te cayera encima y el universo se burlara de tu existencia. Ya logró hacerme caer, sí que debe estar divirtiéndose.
El anciano que atendía el lugar me ofreció entrar y una toalla para no resfriarme. Le pregunté si podía meter la bici al negocio y me dijo que sí. La dejé a un lado de la puerta y me senté en una silla de plástico cerca del mostrador. Detrás de esta, se encontraba la estantería de ejemplares autobiográficos. Decenas de historias de gente fallecida o muy anciana; casadas, solteras o viudas; con grandes honores académicos o simples mortales con educación básica.
Me senté para poder secarme e intentar borrar las manchas de barro de mi ropa. Sin éxito, cómo si no. Restregué mis pantalones con fuerza, intentando hacerme daño en el proceso. Y lancé la toalla al ver que no salía la mancha. Sin darme cuenta, otra mancha de barro a un lado de esta pareció unirse en una más grande. Y por un momento, en el que no me importó el lugar donde me encontraba o quién estuviera viéndome, quise llorar.
¿Por qué querría llorar? No te puedo dar la respuesta. Me has acompañado por toda esta travesía, deberías intuirlo. Incluso contando todo esto he querido llorar. Pero bueno, el señor dejó a un lado su lectura y le bajó el volumen a la música sinfónica que utilizaba para ambientar el sitio.
No quise verme grosero así que recogí la toalla y se la entregué en sus manos con un doblez muy mal ejecutado. Le agradecí y me disculpé por haber empapado el suelo.
—No te preocupes; relájate un poco y entra en calor. No deberías andar trabajando afuera con este cielo cayéndose —dijo, con cierto confort que probablemente me hacía falta.