Cómo me habría encantado embelesarme con el rostro de Fabián bañado en la cálida luz del sol mientras andábamos por el pueblo. Lamentablemente, las nubes hicieron de las suyas y cubrieron casi por completo el hermoso cielo azul y la gigante estrella roja.
Anduvimos de la mano por un rato. Me hallaba inquieto, tal vez emocionado por volver a estar junto a él, y entre pequeños saltos, le abrazaba de vez en cuando. Ignoré que en un punto intentó tomarme de la mano de nuevo y, en cambio, preferí encerrarle el brazo como un candado a una cadena de plata. Continuamos caminando así mismo, sin importarnos en lo más mínimo cualquier mala cara que nos llegaran a hacer.
Rodeamos por calles largas y angostas, evitando el tránsito de las avenidas principales. Las casas de por allí eran todas muy similares, de gran terreno y algunos árboles y arbustos, pero con estructuras no muy trabajadas y de techo de zinc. Muy por el contrario de las casas grandes y con techo machihembrado de la colina.
Se podía oír el canto de los pajarillos enjaulados de las casas aledañas, el ladrido de los perros callejeros y el olor a que algo se cuece en la cocina. Fabián se asombró al ver en uno de los terrenos un duraznero y, asegurándose de que no le vieran, estiró su brazo lo más que pudo y arrancó uno que se veía listo para comer.
Él quiso echarse a correr pero le detuve. «No seas infantil, actúa como si no hubiésemos hecho nada y será más natural». Me sonrió, y me dijo que como premio, me regalaría el durazno. Le di una gran mordida, y sí, estaba exquisito. Tenía un sabor dulce y su líquido se sentía tibio bajando por mis labios. Me lo quitó con su lengua y logró hacerme reír por las cosquillas.
Inmediatamente, sentí la vibración de mi celular. Al verlo de reojo, me di cuenta que había recibido un mensaje de Josémanu. La vista previa del mismo, rezaba: «Me iré unos días de viaje. Te doy la opción de que me acompañes, si quieres...». Lo guardé enseguida, antes de que Fabián se percatara de lo sospechoso que lucía. Así, él logró llamar mi atención.
—Se me ocurrió un juego, ¿quieres jugar?
—Eh, sí, por qué no —respondí.
—Se llama «Pregunta al que pregunta».
No me sonaba de nada. Y algo me hizo dudar de que siquiera existiera.
—¿Te lo acabas de inventar?
Asintió entre risas. Pues bueno, que decidimos jugar a su jueguito inventado para amenizar el paseo que tomábamos. Le pedí que me explicara las reglas del juego.
—Consiste en que yo te voy a hacer una pregunta, me la respondes y luego me haces una tú. Pero no debe ser cualquier simple pregunta, tienes que pensarla muy bien.
—¿Es... todo? —le miré extrañado—. ¿Cómo se supone que se gana?
—Bueno, ganas si la pregunta te ha hecho reflexionar. Si te ha parecido una pregunta sencilla y fácil de responder, quien la haya preguntado, pierde un punto.
No podía esperar mucho de un juego creado literalmente en ese mismo instante. Sin echarle mucha cabeza, decidí entrarle. Pregunté quién empezaría y me señaló. Me preparé para pensar muy bien en mi pregunta. Según las reglas, debía ser algo complicado. Que haga a Fabián reflexionar. ¿Cambiar su perspectiva, quizás? ¿Pero sobre qué?, me preguntaba yo mismo.
Pasamos frente al teatro, curiosamente se encontraba abierto. Fabián quiso entrar y lo hizo sin pensarlo mucho, yo no soy muy amante de ese arte, pero igual lo seguí. Esperaba que no le diera por verse una obra, porque me saldría de allí enseguida. Sin embargo, el sitio estaba casi vacío. La sala de guardarropas estaba cerrado y la taquilla con las persianas abajo. El foyer; de techo alto, con varios muebles acogedores y un par de máquinas expendedoras, resplandecía de lo limpio. Quizá no resultaba mucho de eso.
Cruzamos los baños y allí habían dos mujeres recostadas de la pared, a un lado del sanitario de señoras. Estaban conversando entre sí. Creo haber oído que una se quejó de alguien que se tardaba mucho en hacer sus necesidades. Después pasamos a la sala. La enorme sala llena de butacas y con un escenario extenso al final, se encontraba, por igual, casi vacía. Solo algunas pocas personas charlaban encima del escenario.
—Perdonen, la función de hoy terminó hace unos minutos —nos recalcó una chica que llevaba un uniforme azul marino.
—Gracias, no lo sabíamos. Pasamos para admirar la arquitectura, es que no había entrado aquí antes.
La chica no pareció importarle y solo nos sonrió, y continuó con la conversación que mantenía con su grupo. Me acerqué a Fabián a decirle al oído:
—¿En serio nunca entraste aquí?
—No, nunca. Siempre lo veía desde afuera. ¿Y tú?
Yo asentí, mientras bajaba unos pocos escalones. De repente, entre la atmósfera fría y oscura del lugar, se me ocurrió hacer la primera pregunta a Fabián. Intenté pensar muy bien cómo se la formularía, hasta que, chasqueé los dedos para llamar su atención, y pregunté:
—¿Crees que la vida es como una obra de teatro?
—A ver, para darte una respuesta, sé un poquitito más específico.
—Como que... A ver. Como si todos fuésemos actores siguiendo un libreto, en escenarios establecidos y que todo sea como una simulación. Una obra ya preparada por alguien más y nosotros seamos solo unos personajes.
—Ja, ja, vaya. Empezamos fuerte —se cruzó de brazos.
Estuvo un rato en silencio. Eso era justo lo que quería lograr, me encantaba que le estaba dando batalla en su propio juego y con sus propias reglas. Disfrutaba cada segundo, no podía evitarlo. Mi lado competitivo salía hasta en estas cuestiones tan tontas. Ya había pasado un tiempo, que las personas sobre el escenario se habían ido. Bajé las escaleras con prisa y, dando un veloz vistazo a todas partes, me subí y me paré en medio del mismo.
Todo el establecimiento se veía inmenso desde ahí. Me puse nervioso de pensar tener que actuar para tanto público. Era otra nota mucho más fuerte. Me preguntaba qué pensarían los actores para disminuir o reprimir esas emociones. Aunque, todos actuamos de alguna manera en nuestras vidas, ¿no? En la calle, en los institutos, en el trabajo; siempre actuamos para algún público.