Dejamos la ciudad tras nosotros para adentrarnos en la autopista del norte. En la radio se escuchaba algo de estática. Tony había estado jugando un rato con ella tratando de encontrar alguna estación con música decente, sin éxito, así que decidió apagarla. Se echó dos pelotas de chicle más a la boca y continuó mascando mientras daba breve vistazos a su compañera.
Le señalé a Andrés, en un tono bajo y discreto, que quizá Tony no debería masticar tanto chicle, más si ya tenía una goma gruesa fusionada. Este respondió con voz relativamente alta, para que se pudiera dar cuenta, que él bien sabe que varias veces se lo había dicho, pero que no hacía caso. Tony bufó con burla y siguió con vista al frente. «Dice que le ayuda a concentrarse», me dijo Andrés.
Y puede que fuera cierto, puede que no. El caso es que, para evitar que continuásemos hablando de él, Tony preguntó si tenía algún problema con Chema, debido a mi respuesta anterior. Me tomé mi tiempo en responder por si se trataba de alguna pregunta con trampa. Es su amigo, yo no significo nada, es probable que se tome a mal mi respuesta y quería evitar eso. Por eso, Andrés dijo:
—No dijo eso, pero quizás tenga sus razones para sentirse inseguro con él, según lo que cuenta.
—Chema es medio cabrón, pero nunca he sabido de algo malo con él. A menos que te expliques, no me da mucha confianza lo que dices —dijo, reforzando sus intenciones con una voz seria y calmada.
Necesitaba continuar la historia para darme a entender. Recordar esos viajes turbulentos de adolescencia vaga y desadaptada me transmitía sentimientos extraños. Ni yo mismo logro comprenderlos, aun cuando sé que muchas cosas no me hicieron sentir tan bien. Ese segundo año descubrimos que la presencia de José Manuel podría cambiar nuestras vidas. Completamente cegados, no pensamos en qué dirección exactamente la cambiaría.
Durante las vacaciones entre el segundo y tercer año, en nuestros días de juegos al aire libre, nos topamos un par de veces con José Manuel, Lucas y la chica bonita. No sucedía gran cosa durante esos encuentros; lo único, eso sí, es que dejábamos de jugar Elvis y yo. Solo nos sentábamos en algún círculo y nos hacíamos preguntas esenciales que todo adolescente saliendo del capullo de la infancia se hace. La chica era muy coqueta conmigo, el tal Lucas no hablaba mucho y José Manuel tenía una singular fascinación por Elvis.
En el inicio del tercer año, José Manuel comenzó a andar más con nosotros. Aunque su atención recaía mucho más en Elvis, yo solo estaba allí por ser su amigo. Poco a poco hacíamos más cosas los tres, tanto dentro como fuera del instituto. Y una tarde, José Manuel nos invitó a su casa a jugar videojuegos, comer chatarra y mirar películas. Era una pijamada en toda regla, pero nunca la llamamos como tal.
Su mamá nunca protestó por nuestra presencia, aunque algo raro me olía, como que no le agradaba mucho la idea de quedarnos a dormir, por alguna razón. De igual forma nunca se mostraba atenta a lo que hiciera o dijera su hijo. Me divertía mucho jugando con sus consolas, eso sí.
Sin embargo, meses después, en una de esas pijamadas sin previo aviso, la madre de José Manuel le hizo saber que necesitaba salir a una reunión, no especificó de qué, y por eso llamó a la tía de este. A partir de esa noticia y después de la llegada de la tía minutos después, se estuvo comportando de manera muy impropia: estaba callado, pensativo y lucía contrariado por algo.
La mujer entró al cuarto, encendiendo la luz y logrando que apartáramos la vista del televisor. Se presentó con nosotros con una sonrisa que, a día de hoy, sigo recordando. Extendió su mano con los ojos bien abiertos, mostrando una elevación exagerada y angulada de las comisuras de sus labios y una rigidez algo perturbadora. Elvis no lució preocupado en lo absoluto, continuando la partida para derrotar al personaje de José Manuel, mientras que este no dejaba de ver el rostro de su pariente.
Estreché la mano de la mujer casi por obligación. Quería soltarle desde que entré en contacto con sus manos ásperas. En cuanto me soltó, se volvió a José Manuel: «¿Dónde está mi besito, sobrino?», soltó. Apartó su larga cabellera castaña y mostró la mejilla izquierda, coloreada por exceso de rubor, esperando unos labios sobre los mismos como respuesta. Presencié cómo el muchacho se acercó a ella para darle un corto y delicado beso.
La escena de por sí me parecía chocante, pero como luego de eso nos dejó solos, no le di muchas vueltas. Cuando ya era más tarde y de madrugada, debido al frío de la habitación, no pude aguantar y me desperté para ir al baño. Elvis dormía junto a mí, pero José Manuel no estaba en su cama. Salí con prisa pero en silencio hasta llegar al baño, donde pude descargarme con alivio. Quise volver al cuarto y fue cuando vi al chico sentado en el suelo junto al sofá.
A un lado del mueble, estaba la puerta entreabierta de la habitación donde se supone duerme la tía. Me acerqué a José Manuel, pero estaba dormido, con la cabeza escondida entre las rodillas. Espié por la rendija de la puerta y la tía estaba acostada y algo destapada por la cobija. Solo lograba verse su espalda descubierta y sus muslos. No sé por qué lo hice, pero sabía que no debía estar viendo eso, y cerré la puerta del cuarto. Eso provocó que José Manuel despertara de un sobresalto.
«¿Por qué estás durmiendo aquí?», pregunté nervioso. Él no respondió. Se levantó estirando sus extremidades, volteó a ver el reloj de la cocina y me rodeó con el brazo para caminar de nuevo a la habitación. «Sigamos durmiendo», me susurró. Se acostó en su cama como si nada. Yo quedé de pie en la oscuridad, frotando las yemas de mis dedos por la intranquilidad.
Eventualmente me recosté en el colchón. Por mi peso, Elvis se giró hacia mí y casi chocamos nuestras narices. Yo bajé solo unos centímetros y mi rostro quedó a la altura de su pecho, fue allí donde busqué refugio por lo que restó de la noche.