Estas cartas son una transcripción de mis escritos infantiles. Los reescribí y adapté para que quien esté leyendo, pueda entenderlo. Pueda entenderlo todo.
Mi papá Samuel escribe en un cuaderno pequeño cosas que le suceden. Yo también quería hacerlo. Él me dijo que comenzara escribiendo desde el primer recuerdo o pensamiento que tuviera y relatara todo lo que es más importante para mí hasta ahora. Entonces pensé mucho y mi primer recuerdo es cuando mi papá Samuel me encontró en la calle bajo la lluvia. Estaba muy triste. Y me desmayé. Creo que tenía cuatro años.
Desperté en un cuarto blanco y con muchos cables conectados a mi cuerpo. No sé por qué estuve allí, nunca me dijeron qué tenía. Pero casi siempre me sentía muy adolorido. Siempre me hacían pruebas y me pinchaban con agujas. Todo el tiempo me la pasaba llorando.
El señor doctor, algunas señoras enfermeras y mi papá Samuel y mi mamá Julieta me preguntaban por mis papás verdaderos. Pero no recuerdo nada de antes de haberme desmayado. Solo que lloraba mucho más.
Pasé mucho tiempo acostado como un muñeco. Creo que sería más como un robot defectuoso por todos los cables, pantallas y sonidos que tenía a mi alrededor. No podía comer ni beber nada sin vomitar. Me costaba levantar los brazos y me daba mucha vergüenza tener que hacer pipí y pupú con ayuda de una señora enfermera.
Mi única distracción era mirar por la ventana. Desde allí entendí que el hospital era como un edificio muy alto. Podía ver toda la ciudad desde allí. Podía ver el sol salir y la luna esconderse. Mi parte favorita del día es cuando las nubes llegaban y hacían la vista del cielo azul menos aburrida. Al menos podía jugar a adivinar las figuras que formaban.
No contaré más porque no sucedió nada divertido durante mucho tiempo, más allá del ciclo de despertar, dolerme el cuerpo, vomitar, aburrirme y dormir. Quizás con una corta visita de mi mamá Julieta y mi papá Samuel en algunos días, pero en esos momentos no eran muy cariñosos. Siempre estaban muy preocupados y tristes. La mayoría del tiempo estaba solo o con el señor doctor.
¡Pero un día sí fue diferente! Estaba acostado viendo las nubes, como siempre, y escuché la puerta abrirse del otro lado del cuarto. Pensé que sería otra enfermera a ver cómo estaba, pero no fue así. Eran dos enfermeras que empujaban la camilla con un niño. No había visto a otro niño en mi vida.
Una enfermera me sonrió y me dijo que ya podía hacer un nuevo amigo. Luego nos dejaron solos. Pero él no me quiso hablar, no importa cuánto intenté llamar su atención. Solo logré que me dijera su nombre después de fastidiarlo tanto: Marcelo.
No quería hablar conmigo, no sé si estaba molesto o solamente no quería hacer amigos. Yo no me rendí. Yo le deseaba los buenos días y las buenas noches; aunque gruñera que no habían días o noches buenas.
Le contaba historias que me inventaba sobre cualquier cosa; un lápiz que deseaba ser sacapuntas, una almohada que deseaba volar, un carro que se transformaba en robot gigante. Nunca reaccionaba si le gustaban o no, no decía nada. A veces se cubría la cabeza con la almohada y, cuando eso ocurría, dejaba de hablar.
A diferencia de mí, él sí podía comer y beber. El olor de la comida me gustaba mucho, pero no podía comer porque me hacía sentir mal y por eso todo me lo daban por un tubo extraño. Gracias a las enfermeras, descubrí que se decía buen provecho al comer. Y ahora siempre le deseaba los buenos días, el buen provecho y las buenas noches.
Un día, después de que las enfermeras dejaran su comida y se fueran, le deseé un buen provecho como ya estaba acostumbrado. Por fin, Marcelo me habló. Me preguntó por qué yo nunca comía y le dije que no podía porque me hacía sentir mal la comida. Me preguntó que si de la panza, eso me hizo reír, pero no era eso.
Entonces preguntó si no quería probar de su sopa de auyama. Le dije que sí, porque olía muy rica. Aunque se mostró asustado porque no quería que lo culparan si de pronto me llegaba a sentir mal y vomitaba. Ya no quería darme nada.
Le prometí que no le diría a los médicos y le dije que me haría muy feliz si me da a probar comida de verdad.
Entonces tomó la cuchara y la llenó de sopa. Se levantó de la cama y caminó hasta mí, creo que dejó caer algunas gotas en el piso. Me dio a probar de la sopa y estaba muy, muy rica. Corrió a su cama y los dos nos reímos mucho. Por suerte, ese día no me sentí mal.