El Rey Maldito

Los dos reinos.

Hubo una era que los hombres ya no recuerdan.
Una edad en que la tierra respondía a los susurros de la magia y los dioses aún caminaban entre sus criaturas.
Entre los pliegues del tiempo, antes de que el polvo cubriera su nombre, existió un reino que hoy solo sobrevive en las grietas de las leyendas: Lah’Zareth, el Imperio de los Vaerim.

No era un imperio como los que luego levantarían los hombres.
Sus fortalezas no nacieron del hierro ni de la piedra, sino de la montaña viva.
Las cumbres eran sus torres; las cavernas, sus salones; los abismos, sus murallas.
Cada templo fue tallado con garras y fuego, con huesos de bestias antiguas y rocas que respiraban calor.
El viento entre los riscos no traía campanas, sino rugidos.
Desde lo alto, donde los leones dorados gobernaban bañados por la luz del Sol, el reino descendía en anillos: los clanes menores vivían en los valles, las tribus en las riberas, y los exiliados, entre pantanos y bosques más alla del reino.

Los Vaerim, a quienes los hombres hoy llaman bestias o, fueron la casta dominante del mundo antiguo.
Seres de dos pieles: mitad instinto, mitad razón.
Vivían en armonía con las criaturas del bosque y el fuego del Sol, hasta que los hombres comenzaron a levantarse, portando una nueva fe.
Una fe que proclamaba que solo ellos habían sido creados a imagen de su dios.
Y los dioses, celosos de su poder, los enfrentaron.

Las llamas de esa guerra dividieron los cielos y la tierra.
Los dioses de los hombres y los dioses de los Vaerim se alzaron unos contra otros, y el mundo se quebró.
De los templos dorados del Sol surgieron los primeros eclipses; el fuego divino devoró las tierras sagradas.

Y cuando la guerra terminó, los Vaerim y los hombres quedarón divididos.
Con el tiempo, su imperio se volvió mito…
Y los hombres los llamaron monstruos.

Los humanos heredaron el continente del oeste; los Vaerim, las tierras del este, separadas por un océano envuelto en niebla y poder antiguo.
Los hombres creyeron que más allá del horizonte aguardaban monstruos devoradores, y nunca se atrevieron a cruzar el mar.
Para los Vaerim, en cambio, esa línea en el horizonte era una frontera viva, una barrera mágica que solo unos pocos se atrevían a cruzar.

Así, con el mundo dividido : Los humanos levantaron iglesias, reyes y tronos bañados en oro. Midieron su valor en riquezas, templos y títulos. Mientras que los Vaerim, el poder no provenía del oro, sino del linaje, la fuerza y el honor. El comercio entre ellos no dependía de monedas, sino de trueques de sangre, juramentos y favores, pues un juramento Vaerim tiene más peso que todo el oro del mundo.

En la era actual, quienes desafían las leyes de ambos mundos y cruzan la frontera, viven ocultos entre los hombres. Se mueven entre sombras, comerciando con lo que para los humanos es tesoro —oro, gemas, metales raros—, que para los Vaerim no son más que adornos sin alma.

Ellos los usan para obtener lo que su reino carece: hierro trabajado, armas, armaduras, herramientas finas, telas y materiales textiles que no producen —como lana o seda—, así como libros y conocimientos humanos que coleccionan por curiosidad o estrategia.

Estos que se atreven a cruzar la niebla y caminar entre los humanos son conocidos como los Dumma.

Pero entre su propia especie son despreciados.
Considerados impuros, corrompidos por la codicia de los hombres.
Y, aun así, sus rutas secretas sostienen el pulso de ambos mundos…
como venas de oro bajo la piel del tiempo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.