La niebla se abría frente a la proa como un animal que respiraba.
Las embarcaciones de los Dumma emergían del velo en silencio, sus velas empapadas de bruma y rocío al cruzar el velo.
A bordo viajaban exiliados, mercaderes, bastardos y fugitivos: todos ellos habían cruzado el límite del mundo buscando una segunda vida ocultos entre los hombres.
Nadie hacía preguntas en los puertos donde atracaban. Para los humanos era solo un viajero más, un extranjero.
En tierra firme las campanas repicaban sobre los muros húmedos del puerto humano.
El amanecer llegaba lento, filtrándose entre jirones de niebla y el aliento salado del mar. El puerto olía a pescado fresco, madera húmeda y humo de carbón. Sobre los tejados cubiertos de musgo, las primeras gaviotas graznaban, disputándose los restos de la noche.
El aire tenía el filo del otoño temprano, húmedo y agrio, y cada bocanada llevaba consigo el eco metálico de los astilleros.
Los mercaderes comenzaban a despertar el muelle. Sus voces se mezclaban con el crujido de las cuerdas y el golpeteo de los barriles rodando sobre las tablas. Un pregonero anunciaba la llegada de especias del sur; otro discutía el precio de la sal. El murmullo del puerto era como el de un animal que abre los ojos: primero un suspiro, luego un rugido.
Entre las casas de piedra y los almacenes ennegrecidos por el humo, las tabernas aún olían a ron y sudor, y de algunas salían marineros tambaleantes, buscando la luz con ojos de resaca.
Los Dumma vieron de reojo al lobo descender del barco con un niño dormido en brazos ajeno al murmullo del puerto.
El solado imperial agradeció al capitán, un Vaerim del linaje de los Osos —de espalda ancha, cabello marrón oscuro y una barba espesa que apenas dejaba entrever sus ojos grandes y castaños; y la firmeza de su mandíbula. —Que los vientos te sean favorables, hermano —murmuró el oso, dándole una palmada en el hombro.
Varek asintió, cargando el pequeño morral que colgaba de su hombro: dentro guardaba gemas, monedas de oro, un medallón solar envuelto en tela y su viejo uniforme, aún adornado con emblemas y broches de oro. Sabía bien que esas cosas eran las que los humanos veneraban; y con ellas, podría comprar una nueva vida en aquel continente.
Entre los viajeros, algunos eran recibidos con abrazos en el puerto: madres que esperaban a sus hijos, hermanos reencontrándose, viejos amigos que regresaban del mar.
Otros, en cambio, parecían pertenecer a ambos mundos; iban y venían con la misma naturalidad que el oleaje.
Eran los Dumma, los únicos capaces de cruzar el velo sin temor ni preguntas, moviéndose entre las dos tierras como si el mar los reconociera por nombre.
Varek, siguiendo a un grupo más pequeño de viajeros, llegó hasta una posada de piedra, medio oculta tras los almacenes del muelle.
Era un refugio discreto, conocido entre los viajeros del velo, donde se ofrecían comida, abrigo y la oportunidad de un nuevo comienzo a quienes cruzaban desde el otro lado.
El letrero colgante tenía forma de ala: una pluma negra sobre fondo dorado, y debajo, grabado el nombre de la posada: “El Ala del Cuervo”
Varek empujó la puerta con el hombro.
El aire interior olía a madera vieja, pan horneado y cera derretida. Tras el mostrador, una mujer lo observó a través de unos lentes de montura cuadrada. Sus ojos eran negros como carbón húmedo, tan agudos que parecían diseccionarlo en silencio.
Maeve tiene el cabello tan oscuro que casi parecía azul bajo la luz de las velas, y la piel pálida como la cera. Era una Vaerim del linaje de los Cuervos, aunque su ala izquierda estaba rota desde hacía años; un recuerdo de la guerra contra los Rotos —criaturas que habían sucumbido por completo a la bestia, perdiendo su razón.
En Lah’Zareth, una mensajera con el ala rota no servía a ningún propósito. Había sido apartada de la Orden Imperial, y en su exilio, cruzó el velo para levantar aquella posada en el mundo humano.
Sus ojos se posaron un instante sobre el niño dormido, y el aire del lugar pareció cambiar. Su linaje hablaba el lenguaje de los cuervos en el mundo humano, lo que le permitió de hacerse de algo de gran valor en ambos mundos: Información.
Y en ese murmullo invisible que fluía entre las sombras, Maeve sabía ya quién era él y el niño en sus brazos:
“El hijo maldito del Sol …
y el lobo de la reina muerta.”
En el mundo humano, aquellas maldiciones no tenían poder.
Los hombres ya cargaban con las suyas: supersticiones tejidas con miedo, reglas impuestas por su propio dios y una fe ciega que los hacía creerse los más dignos de la creación protegiéndose con rezos, amuletos y fuego.
Les ofreció una habitación en el piso superior, agua caliente, pan recién hecho y un lugar donde descansar.
Mientras Varek subía las escaleras con el niño, Maeve observó cómo la llama de una vela parpadeaba a su paso. Los cuervos sobre el tejado graznaron tres veces, como si confirmaran una profecía.
El Rey Maldito había cruzado el mar.
La mujer cuervo les había preparado una pequeña habitación con una tina de madera y ropas limpias.
Varek lavó con agua tibia al niño. Y después se lavó él también.
Después del largo viaje, ambos estaban cubiertos de sal, sudor y cansados.
Cuando el niño por fin durmió nuevamente una voz resonó detrás de la puerta:
—El Cuervo te llama.
Varek bajó las escaleras y la encontró junto al fuego, sentada tras una mesa llena de pergaminos y frascos de tinta negra. Sus ojos oscuros lo escrutarón sin parpadear.
—¿Qué harás ahora, lobo? —preguntó con voz serena, mientras un cuervo revoloteaba en el alféizar de la ventana.
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Editado: 07.10.2025