El tiempo había pasado con la suavidad de los años buenos. La dulce niña de cabellos color trigo había crecido en gracia y belleza, como si la luz del amanecer se hubiera quedado a vivir en ella. Tenía ahora quince, quizá dieciséis años, y en sus ojos brillaba la ilusión tranquila de quien ha encontrado un motivo para sonreír.
Eiran, por su parte, se había convertido en un joven alto y fuerte, dueño de una calma que solo la tierra y el trabajo pueden otorgar. Su carácter se había templado, y en la mirada dorada que antes contenía fuego ahora habitaba una paz profunda, nacida del amor.
En la aldea todos hablaban de ellos. Se decía que pronto habría boda. Varek, viendo aquel vínculo, se sentía orgulloso. Pensaba que quizá ese era el destino del joven león: hallar su lugar entre los hombres, construir una vida sencilla, alejada de los rugidos del trono y del peso de su linaje.
Aun así, una sombra lo acompañaba. Sabía que el secreto no podía guardarse para siempre. Le aconsejaba paciencia, que esperara el momento idóneo antes de revelarle a Mara su verdadera naturaleza. —Los hombres temen lo que no comprenden —le dijo una noche mientras afilaban herramientas bajo el porche Y el miedo, Eiran… el miedo hiere más que una herida abierta. No deja cicatriz que puedas ver, pero sigue sangrando por dentro.
Eiran escuchó, sin responder. Solo miró el horizonte, donde el sol se hundía tras los campos, y pensó que por primera vez entendía lo que era tener algo que perder.
A la mañana siguiente, todo estuvo listo.
La pequeña carreta que Eiran había comprado meses atrás con ahorros y algunas pieles de caza aguardaba frente al granero. Había insistido en conseguirla para ayudar a la familia de Mara, y ahora se veía satisfecho al verla cargada con canastos de queso, pieles curtidas y algunas verduras de la última cosecha.
Normalmente vendían en los mercados cercanos, pero esta vez viajarían más lejos. Querían reunir suficientes monedas para la boda.
Eiran no lo decía, pero sabía que el dinero no era un problema. En su tierra, bajo una vieja encina junto al río, descansaban enterrados los cofres que había traído Varek años atrás: oro, gemas y y monedas. Sin embargo, recordaba bien las palabras del lobo:
—La avaricia es una de las enfermedades más viejas del hombre —le había dicho Varek mientras observaban el fuego—. Los nuestros pueden ser fieros, incluso crueles, pero no acumulan lo que no necesitan. Aquí, en cambio, los hombres mueren por una sola moneda. Cuida tu corazón, muchacho.
Entendía perfectamente cómo funcionaba, a pesar de vivir relativamente limitados, no sentía la necesidad de más, solo aquello que le diera la oportunidad de ahora ofrecerle a su Mara, la tranquilidad para verla sonreír siempre.
Ahora, mientras aseguraba las riendas del caballo y Mara subía a la carreta con una sonrisa, Eiran sintió que todo lo que necesitaba estaba frente a él: un camino, un destino y la promesa de una vida sencilla.
Varek los despidió en la entrada de la granja. —Cuando vuelvan, el invierno habrá llegado —dijo con tono sereno—. Quizá sea buen momento para descansar… o para empezar una nueva vida.
Eiran entendió lo que su mentor quería decir. Varek pensaba dejarle la granja como regalo de boda, y él mismo emprender su propio viaje.
El camino los recibió cubierto por hojas secas y un aire que anunciaba la eminente llegada del invierno. A lo lejos, el sol nacía sobre las colinas, tiñendo de oro la ruta que los llevaría a la capital.
El viaje hacia la capital duraría dos semanas.
A lo largo del camino atravesaron aldeas pequeñas y bulliciosas donde vendían parte de sus mercancías y conseguían provisiones para continuar. En cada pueblo, Mara encontraba algo nuevo que la maravillaba. En uno de ellos probó un postre de frutos rojos cubiertos de miel; lo saboreó despacio, como si no quisiera que se terminara nunca, riendo cada vez que Eiran le decía que acabaría por atraer a las abejas.
Durante el trayecto, el joven la cubría con su capa cuando el viento arreciaba, y por las noches dormían junto a la carreta, al amparo del fuego. Eiran siempre velaba primero. Su oído leonino captaba cualquier sonido, y más de una vez se levantó sin hacer ruido, atento al crujir de las ramas o al susurro de un animal.
En una ocasión los despertó el gruñido de un jabalí salvaje. Eiran lo enfrentó solo, y al volver con el cuerpo del animal, Mara lo miró con una mezcla de miedo y admiración.
—¿Estas bien? — pregunto angustiada al verlo volver. Lo reviso buscando alguna herida —¿Cómo lo hiciste? —preguntó.
—He cazado antes —respondió simplemente, limpiándose la sangre con el agua del río—. No es tan difícil cuando sabes escuchar, la tranquilizo al verla preocupada por él —Tranquila, estoy bien, ves, no me paso nada. —entonces la atrajo hacia él y la abrazo besando su frente.
Ella sonrió, aliviada mientras el la sostenía en sus brazos.
Cuando al fin llegaron a la capital, un rumor diferente llenó el aire.
El camino de tierra dio paso a la piedra gris, y frente a ellos se alzaron murallas imponentes que brillaban bajo el sol. En torno a las puertas, una multitud de campesinos, comerciantes y viajeros aguardaba su turno para entrar. El olor a hierro y sudor se mezclaba con el de las especias y el pan recién horneado.
Guardias armados con lanzas de bronce y corazas de hierro vigilaban las entradas, deteniendo a cada carreta. —Motivo de su visita —preguntó uno, con voz ronca.
Eiran, sereno, respondió sin titubear —Venimos desde Harlond. Traemos pieles, quesos y vegetales para vender en el mercado.
El otro guardia inspeccionó el carro, deteniéndose un momento en los rasgos del joven: su piel bronceada y sus ojos dorados, pero no dijo nada. Muchos extranjeros llegaban a la capital por las rutas comerciales. —Pueden pasar —dijo finalmente, devolviéndole las riendas.
Eiran agitó las correas, y el caballo avanzó.
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Editado: 28.10.2025