El Rey Maldito

Capítulo 5

Cuando por fin el camino los llevó hasta una posada en el límite del valle, Eiran no pensó dos veces antes de detenerse. Mara seguía dormida, o inconsciente, su respiración suave apenas empañando el aire frío dentro de la carreta. La alzó con cuidado, cubriéndola con su capa antes de entrar.

El posadero y su esposa lo miraron con cierta cautela al verlo llegar con una joven entre los brazos. La nieve aún cubría sus hombros, y la luz del fuego hizo que sus ojos —dorados, encendidos como metal fundido— parecieran brillar por cuenta propia.

—Mi esposa —dijo con voz firme, pero tranquila—. Está agotada del viaje. No quiero despertarla.

Los anfitriones se miraron entre sí. No del todo convencidos, pero movidos por la fatiga que veían en él, asintieron y lo dejaron pasar.

Eiran agradeció con una leve inclinación y subió las escaleras de madera crujiente hasta la habitación que le asignaron.

Dejó la puerta entornada, el caballo en el establo y la carreta bajo resguardo. Luego encendió el fuego, retirando con delicadeza la capa que cubría a Mara. Su vestido estaba manchado de barro y de sangre seca. La imagen lo estremeció.

Con el respeto de un guardián, limpió su piel, retirando las telas rotas y vistiéndola con ropa limpia.

Cuando terminó, él mismo se lavó, quitándose de encima la sangre y el olor metálico que aún lo seguía. El agua helada lo hizo despertar del letargo de la batalla. Se cambió, tendió las ropas junto al fuego, y volvió a cubrirla con una manta.

No durmió en toda la noche.

La observó, inmóvil, escuchando su respiración pausada. Su mente era un torbellino de preguntas que no podía responder. ¿Recordaría su rostro o la bestia? ¿Podría mirarlo igual al despertar? ¿Le tendría miedo?

El fuego chispeaba en la chimenea y la nieve seguía cayendo fuera, lenta y espesa. Eiran se mantuvo en vela, con los ojos dorados fijos en la ventana, esperando la primera luz del amanecer… y con ella, el juicio de la persona más importante en su mundo.

Mara despertó entre un calor suave y un leve zumbido en la cabeza. Todo a su alrededor era borroso al principio: el crepitar del fuego, el olor a madera y jabón, el tacto de una manta sobre su piel. Parpadeó, desorientada. Entonces, el recuerdo la golpeó como un relámpago.

—¡Eiran! —exclamó, incorporándose de golpe.

—Aquí estoy —respondió él, acercándose de inmediato. Su voz fue un murmullo grave, sereno, pero lleno de una tensión que no lograba ocultar—. Todo está bien. Estamos en una posada.

Mara lo miró, intentando enfocar sus rasgos. El brillo de sus ojos dorados a la luz del fuego la tranquilizó de alguna forma; eran los mismos ojos que tantas veces la habían hecho sentir segura.

Él se había quedado junto a ella toda la noche. Dormían así desde hacía tiempo, en el viaje o en los prados, cuando el cansancio los vencía entre las cabras y el canto de los grillos. A veces ella se dormía con la cabeza en su regazo, y otras era él quien descansaba sobre sus muslos, mientras ella jugaba con su cabello —tan grueso y oscuro que parecía tejido por sombras. Le gustaba separar los mechones, intentar entender cómo se formaban esas trenzas naturales que parecían raíces.

Ahora, sin embargo, el gesto era diferente. Eiran la observaba con cautela, como si temiera romper algo que se había vuelto frágil. —¿Cómo te sientes? —preguntó, despacio, inclinándose un poco.

Mara se llevó una mano a la frente. —Cansada… —susurró—. Me duele la cabeza.

Él asintió, aliviado de escucharla hablar, pero con el alma aún atrapada entre la culpa y el temor de que recordara demasiado.

El amanecer los sorprendió con un tenue resplandor que filtraba la nieve en la ventana.

Eiran se había mantenido en silencio, observándola mientras despertaba del todo.

—Llegaremos al pueblo en tres días —dijo al fin, buscando su reacción—. Pero si quieres, podemos quedarnos aquí un poco más… para que descanses.

Mara le sonrió con dulzura, esa sonrisa que solía desarmarlo. —Podemos quedarnos un día, pero no más. Quiero comenzar mi vestido para la boda en primavera. —Se deslizó fuera de la cama, arreglándose el cabello con los dedos—. Debí quedarme dormida en el último tramo… siento que dormí una eternidad.

Eiran la observó con atención. —¿Recuerdas lo que pasó antes de llegar aquí? —preguntó con cautela.

Ella frunció ligeramente el ceño, intentando concentrarse. —La rueda se rompió, tú la arreglaste… y después... —Se encogió de hombros, mirándolo con inocencia—. Supongo que me quedé dormida.

Eiran exhaló con lentitud, como si soltara algo que había estado conteniendo desde la noche anterior. Al parecer, la conmoción había sido tan fuerte que su mente había bloqueado lo ocurrido. Tal vez es mejor así, pensó, con un nudo en el pecho y un atisbo de alivio.

—Anda, baja a desayunar —dijo finalmente, intentando sonar casual—. Los posaderos no creen que eres mi esposa. No quiero que me vean raro ni que terminen llamando a la guardia. —Se inclinó para alcanzar sus zapatos y se los tendió.

Ella lo miró divertida. —Puedo hacerlo sola, Eiran. Siempre eres tan protector conmigo, pero hoy pareces más nervioso que de costumbre.

—Solo quiero asegurarme de que estés bien —respondió, evitando su mirada.

—Lo estoy, solo un poco cansada… —dijo ella, y justo entonces su estómago gruñó. Se llevó una mano al vientre y rió—. Y con hambre.

—Eso puedo oírlo —replicó él, sonriendo por primera vez desde la noche anterior.

Mara le dio un suave golpe en el brazo, pero él la atrapó entre sus brazos antes de que se apartara. La abrazó con ternura, como si quisiera grabar el momento, y besó su frente. Luego sostuvo su rostro, inclinándose apenas para mirarla a los ojos. —Cualquier cosa… cualquier cosa que sientas, me lo dices, ¿sí?

Ella asintió, sonriendo con calma. —De verdad estoy bien. — Lo miro unos segundos — Vamos, que el desayuno nos espera. —adelanto ella hacia la puerta de la habitación para salir.




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