El Rey Maldito

Capítulo 6

Los primeros rumores llegaron como viento frío desde el norte: caravanas saqueadas, pueblos quemados, tropas movilizándose hacia la frontera.

Nadie sabía con certeza qué ocurría, pero la palabra invasores comenzó a correr de boca en boca entre los mercaderes y viajeros.

En la plaza del pueblo, la calma habitual se había transformado en un silencio tenso. Los vendedores hablaban bajo, las madres apuraban a sus hijos a volver a casa, y los hombres se reunían en corrillos, lanzando miradas inquietas hacia los caminos.

Mara caminaba junto a Eiran, sosteniendo su brazo con fuerza. —¿Crees que sea cierto? —preguntó en voz baja—. Dicen que las aldeas del norte están siendo evacuadas… que el ejército se prepara para cerrar los accesos.

Eiran la miró con serenidad aparente, aunque dentro de él rugía una alerta instintiva. —No lo sé aún —respondió—. Pero si el peligro llega hasta aquí, te protegeré. A ti y a tu familia.

—¿Cómo? —susurró ella, mirándolo con temor.

—En la granja hay un refugio bajo tierra. Si algo ocurre, los llevaré allí. Estarán a salvo.

Sus palabras parecían calmarla, pero el miedo seguía latiendo en su pecho. Desde hacía días había dejado a medio terminar su vestido de novia; la aguja descansaba olvidada sobre la mesa, junto a los retales de tela que ya no evocaban ilusión sino ansiedad.

Eiran la animaba a seguir cosiendo, diciéndole que mantener las manos ocupadas aquietaba al corazón. —La mente necesita tareas cuando el miedo la ronda —le decía con voz suave, acariciándole la mejilla—. Yo averiguaré qué está pasando. Confía en mí.

Esa misma noche, cuando el pueblo dormía, Eiran y Varek salieron juntos en silencio. Bajo sus formas verdaderas —el león negro y el lobo plateado— recorrieron los límites del valle, atravesando caminos helados, aldeas apagadas y puestos de vigilancia abandonados. El viento traía olor a hierro, a humo y a miedo humano.

En los pueblos vecinos, las señales eran claras: almacenes saqueados, forjas trabajando sin descanso, soldados reclutando a los jóvenes, carros cargados de granos confiscados “para el ejército”.

En algunos caminos, hombres con armaduras extrañas hablaban una lengua áspera que ni Varek reconocía.

—No es una guerra interna —gruñó el lobo mientras avanzaban entre los árboles—. Son extranjeros.

—¿Cuántos? —preguntó Eiran.

—Demasiados —respondió con un brillo apagado en los ojos—. Iré al muelle, seguro Maeve, el cuervo tiene mejor la información. Debemos estar listos, vuelve a la granja y alista el refugio. Con cautela avisa a tu novia y a su familia traten de no llamar la atención cuando salgan de su casa. Ve por ellos en el carruaje y lleven solo lo indispensable.

Eiran regreso a la casa de su novia en la mana muy temprano con el carruaje.

Valek mientras tanto, atravesaría bosques y valles durante dos noches. En cada poblado, la misma historia: templos cerrados, caminos vigilados, el precio del pan duplicado, el miedo convertido en moneda.

Eiran regresó al amanecer, con la escarcha aun cubriendo los campos. El aire olía a humo y a hierro húmedo, señales que solo los suyos podían leer.

Golpeó la puerta de la casa de Mara con suavidad. Ella tardó un instante en abrir, aún con el cabello desordenado por el sueño y los ojos enrojecidos por la vigilia.

—¿Qué ocurre? —preguntó al ver su expresión.

—Tenemos que irnos —dijo él en voz baja, lanzando una mirada rápida hacia el interior, donde el padre de ella y Louis ya se levantaban.

—¿Tan pronto?

—Sí. No hay tiempo. Varek confirmó que las tropas extranjeras avanzan desde el norte. La frontera caerá en menos de una semana, quizás antes.

El padre de Mara se acercó, apoyándose en el marco de la puerta. —¿Y a dónde pretendes llevarnos, muchacho?

—A la granja. Hay un refugio bajo tierra —explicó Eiran—. Estarán seguros allí. Nadie sabrá de su existencia.

Los tres intercambiaron miradas; el silencio se volvió más denso que el aire frío de la mañana.
Al final, el hombre asintió con resignación. —Haré que empaquen lo necesario.

En cuestión de minutos, la casa cobró vida.

Mara guardó su vestido a medio coser con manos temblorosas, doblándolo con cuidado, como si aún quisiera creer que habría boda. Luego recogió las herramientas de su padre, la poca comida que quedaba, y algunas mantas gruesas.

Louis intentaba ayudar cargando una cesta con pan y manzanas, mientras la madre, silenciosa, envolvía el retrato familiar en una tela.

Eiran revisaba los alrededores constantemente, sus sentidos en alerta.

El rumor de pasos y puertas cerrándose llenaba el aire: otros vecinos también habían escuchado las noticias.

Una mujer regordeta de mejillas rojas —la misma que solía vender miel en el mercado— se acercó con curiosidad. —¿A dónde van tan temprano? —preguntó, intentando asomarse dentro del carro.

Eiran sonrió con cordialidad ensayada. —Hacia el sur. Buscaremos refugio antes de que las cosas empeoren. Mejor prevenir que lamentar.

Sus palabras, dichas con calma, se propagaron como un incendio entre los vecinos. Pronto, más de uno comenzó a empacar apresuradamente, llenando el aire de voces, cascos de caballos y crujidos de puertas.

Eiran sabía que había despertado el miedo, pero también la precaución… y eso, en tiempos de guerra, era un favor disfrazado.

Cuando el carro estuvo cargado, ayudó a Mara a subir y cubrió las cajas con un manto de lona.
Ella lo miraba, temblando.

—¿De verdad estaremos a salvo? —susurró.

Él tomó sus manos, cálidas pese al frío. —Sí. —Su voz era firme—. Pero debes mantenerte tranquila, por ti y por tu familia.

Ella asintió, tragando el miedo.

Dejaron atrás el pequeño corral y las cabras, que balaban inquietas. —Volveremos por ellas —dijo ella, sin mucha convicción.

—Si los hombres no lo hacen, la tierra lo hará —respondió Eiran sin mirar atrás—. La vida siempre encuentra la forma de sobrevivir.




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