El Rey Maldito

Capítulo 7

Varek llegó al muelle antes del amanecer, cuando la niebla aún velaba las barcas y el olor a sal se mezclaba con el hedor del miedo. Había esperado encontrar tensión, quizá guardias inquietos o rumores más claros… pero no aquello.

Los gritos eran un nudo vivo, un tejido de horror que recorría las callejuelas del muelle como un lamento interminable. El mercado había volcado sus mesas: barriles partidos rodaban entre charcos de sangre; frutas aplastadas se mezclaban con brasas sueltas; los toldos de lona ardían como si el fuego se alimentara de la desesperación. Las velas de los barcos flameaban como si ardieran por dentro, iluminando el caos con una luz infernal.

Entre las llamas, las casas crujían y caían a pedazos, escupiendo vigas incandescentes al suelo.
Las antorchas eran lanzadas contra puertas y ventanas mientras los invasores avanzaban como una plaga devorándolo todo.

Hombres con armaduras negras —pesadas, angulosas, remachadas— se abrían paso por las calles.
Sus cascos tenían visores estrechos como ojos de serpiente, y crestas metálicas que recordaban espinas o colas de escorpión. Cada paso hacía retumbar la piedra bajo sus botas de acero, un sonido seco, implacable, como el latido de una bestia enorme.

—¡Que nadie viva! —rugía uno, levantando una espada larga y tosca, diseñada no para la elegancia sino para abrir cuerpos como si fueran sacos de grano.

El filo bajó.

Un hombre local, apenas vestido con ropa de trabajo, cayó al instante. La hoja lo atravesó por el hombro y salió por la espalda con un chorro de sangre que salpicó incluso las tablas del muelle.

Otros invasores avanzaban con antorchas en mano, prendiéndole fuego a techos de paja, a lonas, a puestos, a personas. A una mujer que intentaba huir con una cesta en brazos la alcanzaron con una flecha que araño el aire y dio en su espalda.

Los guardias de la región yacían por doquier: algunos empalados contra las paredes, alzados por lanzas gruesas como mástiles; otros degollados, abandonados sobre charcos oscuros donde el humo y la sangre se mezclaban en una nube espesa; unos pocos todavía se retorcían, tratando de respirar mientras su vida se deslizaba entre los dedos.

El olor era insoportable: sangre caliente, madera quemada, piel chamuscada, aceite hirviendo, y el aroma agrio del miedo humano convirtiéndose en parte del aire mismo.

Y entre toda esa devastación… se alzaban rugidos.

Rugidos no humanos. Como si la noche entera hubiese cobrado forma y descendido sobre el muelle.

Y entre la multitud que huía… Varek reconoció algo peor que invasores humanos.

Aromas Vaerim.

Por encima del bullicio, un bramido estremeció el aire.

Allí, entre cajas destrozadas y redes empapadas de sangre, avanzaba un Urskar; conocidos como osos de este lado de la neblina.

Pero no era como los que Varek conocía. Su pelaje debía ser espeso como el bronce vivo, sus ojos cálidos como el otoño. Este… no. Este tenía los ojos opacos, hundidos, hinchados por la locura del Lunh’ar desatado. Su pelaje estaba erizado y sucio, como si la sombra lo hubiera roído desde adentro. Y delante de él, una mujer humana corría con su hijo en brazos, tambaleándose.

El Urskar levantó su zarpazo —una garra enorme como una hoz de hierro— listo para partirlos en dos. Varek reaccionó antes de pensarlo. —¡NO! —rugió, su voz atravesando el caos.

Saltó, interponiéndose justo a tiempo. Su brazo se alzó y detuvo la garra por debajo, sintiendo los músculos tensarse bajo el impacto. Un segundo zarpaso le dio en el costado y lo envió medio metro hacia un lado.

La mujer se repuso y se escabullo entre las calles.

El Urskar lo miró. Un vistazo bastó. Varek se dio cuenta de que no había conciencia. No había Kael.
Solo el hambre negra del Lunh’ar sin freno.

Varek sintió un escalofrío. —Por los dioses… ¿qué está pasando?

No era normal. Varek había oído sobre los vacíos de este lado del velo, eran su clan, quien se ocupaba de ellos.

Si el vacío aún conservaba algo de conciencia, lo guiaban lejos de las aldeas humanas, hacia montes o bosques remotos, donde pudiera vivir como parte del territorio salvaje. La naturaleza lo aceptaba, o lo destruía. Algunos se adaptaban y se mezclaban con la fauna local, convertidos en sombras silenciosas entre los árboles; otros perecían por hambre, por la caza de depredadores, o simplemente por el desgaste de haber perdido su alma.

Pero si el vacío era demasiado feroz, si sus garras se volvían contra su propio clan o ponían en riesgo a los humanos… entonces eran los suyos quienes acababan con él. Era un deber doloroso. Pero, cuando el Kael se apagaba el Vaerim ya no está allí.

Por eso, lo que Varek veía ahora no encajaba. Como era posible que un Urskar, convertido en un vacío, estuviera desatado en territorio humano. Eso era imposible.

El Urskar rugió, su aliento espeso y húmedo, como si sangrara sombra. Intentó golpear de nuevo. Varek no tuvo otra opción. El lobo se apoderó de él. Su columna crujió, sus uñas se extendieron como cuchillas negras, y su mandíbula se alargó. Tomó su forma homínida, mitad hombre y mitad lobo.

En Lah’Zareth, su tierra de origen, los Vaerim nacen y viven en su forma homínida, la más pura y natural: una criatura erguida sobre dos patas, mezcla perfecta de bestia y conciencia, con garras, colmillos, pelaje y la fuerza de su linaje. Esa es la verdadera apariencia de cualquier Vaerim, pues ahí el maná fluye como un río constante y no se agota.

Pero al cruzar el velo hacia el mundo humano, sus cuerpos deben adaptarse.
El equilibrio de ambos mundos exige un precio:

La forma humana —la piel sin pelaje, la fuerza contenida, la apariencia mortal— no es natural para ellos. Esta forma requiere magia continua para sostenerse, como una vela encendida en un viento extraño. Mientras más tiempo pasan sin el Fruto del Valle, más maná consumen para mantener esa apariencia. Demasiado tiempo así los debilita… o los rompe si no canalizan a su bestia en la caza.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.