El amanecer llegó sin noticias de Varek.
Eiran llevaba horas entrando y saliendo del refugio, inquieto como un animal enjaulado. El silencio del bosque —siempre familiar, siempre aliado— ahora le presionaba el pecho.
Mara no dejaba de temblar. —¿Por qué tienes que salir? —preguntó con la voz temblorosa, aferrándose a su camisa—. ¿Y si vienen los invasores? No puedes contra tantos…
Le acarició la mejilla. —Solo estoy vigilando el camino —dijo con suavidad—. Volveré, como lo he hecho hasta ahora.
Eiran cerró la compuerta, movió la chimenea de piedra de vuelta a su sitio y se obligó a respirar…
hasta que su oído captó algo.
Salió a toda prisa de la cabaña y vio el cielo teñirse con una cortina de humo inmensa proveniente del pueblo — Avanzan rápido. — El corazón de Eiran se apretó.
Se transformo en su forma leonida y corrió hacia el pueblo. Desde la colina pudo ver a las bestias entrando con hambre. Y detrás de ellos, como jinetes del apocalipsis, venían los hombres: Armaduras ennegrecidas, cascos de hierro con viseras puntiagudas, antorchas en mano, lanzas ensangrentadas.
Casas en llamas. Mujeres huyendo con niños a cuestas. Hombres derribados por criaturas enormes que desgarraban carne como si fueran hojas era lo que dejaban a su paso.
Eiran respondió por instinto.
Se lanzó hacia una mujer que gritaba por su hijo, pero un lobo de pelaje marrón surgió de la nada y lo embistió de costado.
Ambos rodaron por el suelo, un torbellino de garras y colmillos. Eiran gruñó, los dientes desnudos, atrapando el cuello del intruso; el lobo mordió su antebrazo con fuerza suficiente para partir hueso humano.
Garras contra garras. Colmillos contra colmillos. Dos bestias luchando en puro instinto.
Eiran inclinó el peso para derribarlo, pero otra sombra se cernió sobre él: un tigre naranja se abalanzaba en un salto mortal.
Pero antes de alcanzarlo, una sombra plateada irrumpió entre ambos. El impacto fue tan brutal que el tigre y el lobo vacío salieron despedidos, rodando por encima de Eiran y su oponente.
Varek.
El lobo plateado gruñó, prácticamente ordenándole retroceder. Eiran rugió en protesta.
Ambos se enfrentaron a sus oponentes, garras chocando contra garras, colmillos contra furia.
Pero las sombras no dejaban de multiplicarse: más vacíos corrían hacia ellos, cruzando las calles como una estampida de hambre y metal.
En ese caso, la voz de Varek estalló en la mente de Eiran como un trueno: —¡Retirada! ¡Ahora!
Eiran apretó los dientes. No quería huir. Su instinto rugía por destruir, por quedarse y arrancarles la vida a quienes amenazaban a su gente. Su visión se estrechó como un túnel, el latido de su león golpeando su pecho para obligarlo a pelear. Pero la orden volvió a resonar, más contundente, casi arrancando un chispazo de dolor en su cráneo: —¡Eiran, ahora! ¡Retírate!
Con un rugido frustrado, Eiran cedió. Lanzó un zarpazo final que abrió la cara de su oponente en una línea de carne desgarrada. La bestia vacía cayó de costado, aullando sin alma.
Sin perder más tiempo, ambos Vaerim escaparon del pueblo.
A sus espaldas, dos vacíos más se lanzaron en persecución, sus garras hundiéndose en la nieve.
Y detrás de ellos, tres jinetes armados con lanzas y arcos los seguían de cerca, caballos resoplando vapor, el sonido de cascos golpeando contra la tierra como tambores de guerra.
Los estaban cazando.
—¿Por qué… nos atacan hermanos? — pregunto Erian a través del enlace mental con Varek.
—No son hermanos —contestó Varek—. Son vacíos. Y de alguna forma los invasores los controlan. Son su fuerza de choque… los envían primero para arrasar. Los hombres rematan después.
Eiran vio cómo un soldado atravesaba a un anciano con su espada y cómo otro incendiaba un establo con una familia dentro.
Sintió rabia. Rabia pura. —¿Qué buscan? —rugió, mientras corría junto a Varek hacia la granja—. ¿Qué clase de guerra es esta?
—No lo sabemos —respondió Varek—. No toman rehenes. Solo aniquilan. Han llegado por mar y por tierra… Quieren quemar el reino hasta sus cimientos.
Un tigre vacío se lanzó sobre Eiran y lo hizo rodar por el suelo. Tres Luphar vacíos rodearon a Varek.
Detrás, flechas silbaron en el aire. Una rozó su muslo. Otra golpeó su hombro.
La piel ardió. —¡Envenenadas! —advirtió Varek por el vínculo.
Eiran sintió el vértigo del veneno deslizarse bajo su piel, pero rugió, sacudiéndolo.
Los hombres seguían disparando sin importarle si acertaban a las bestias o a sus propias criaturas vacías.
Pero los vacíos no reaccionaban. No huían. No gritaban. Solo devoraban.
Eiran retrocedió corriendo junto a Varek mientras el bosque resonaba con el caos detrás de ellos.
La noche se llenó del olor a carne quemada, sangre y hierro.
#527 en Fantasía
#2527 en Novela romántica
romance fantasía acción aventuras, cambiaformas y humanos, romance destino
Editado: 16.11.2025