Hay momentos que marcan un antes y un después.
Conocer al padre de mi luna… fue uno de esos.
No porque lo temiera —soy el Rey Alfa, no le temo a nadie—, sino porque en sus ojos vi reflejado algo que reconocí de inmediato:
el amor feroz e inquebrantable por su hija.
Y no se trataba de probarle que era digno de ella…
Sino de demostrarle que nunca la dañaría.
La forma en que me miró cuando abracé a Ariel frente a él…
Fue la misma con la que yo miraría a cualquiera que intentara tocarla sin mi permiso.
Respeto.
Eso fue lo que sentí por ese hombre.
No miedo. No nerviosismo.
Respeto.
Y aunque su postura era firme, sus ojos estaban cansados.
Cansados de correr.
De esconderse.
De pelear solo.
—Gracias por protegerla —me dijo, y fue entonces cuando supe que no necesitaba más pruebas. Me había dado su confianza.
Volver a la manada con mi luna y su padre fue una sensación difícil de describir.
Yo, que siempre caminé con la frente en alto, sintiendo el peso de mi título, ahora caminaba con el corazón lleno y el pecho más liviano.
Ariel iba en el asiento del copiloto. Su mirada estaba clavada en la carretera, pero sus dedos se enredaban en los míos con una mezcla de nerviosismo y esperanza.
—¿Estás lista? —le pregunté cuando ya divisábamos las primeras casas de la manada.
—No —dijo, sonriendo—. Pero igual quiero hacerlo.
Su sinceridad me hizo amarla más.
Los lobos ya sabían que regresaba.
Y también sabían que lo hacía con mi mate.
El ambiente era tenso. Curioso.
Una híbrida. Una humana-loba.
No era algo común.
Pero tampoco lo era un Rey Alfa que esperó más de dos siglos para encontrar a su compañera.
Alix fue la primera en salir a recibirnos. Su energía rebotaba como siempre. Abrazó a Ariel con una dulzura que desarmó cualquier barrera. Luego saludó al padre de Ariel con un apretón de manos firme y una sonrisa sincera.
—Bienvenidos —dijo ella—. Ya era hora de que Erick trajera a alguien que le bajara el ego.
—Hey… —protesté, pero Ariel ya se reía, y eso valía cualquier broma a mi costa.
Durante el resto del día, los miembros de la manada se acercaron poco a poco.
Con respeto. Con curiosidad.
Ariel respondía con naturalidad, aunque a veces notaba cómo su cuerpo se tensaba.
Lo entendía.
Esto era un mundo nuevo.
Una cultura que conocía de lejos, desde historias, desde el recuerdo de su madre… pero que ahora era su realidad.
Me acerqué a ella mientras miraba el bosque desde la terraza de la casa que había preparado para nosotros.
—¿Cómo estás?
Ella respiró hondo.
—Es mucho.
—Lo sé. Pero estás aquí. No estás sola.
Se recostó en mi pecho y, en ese silencio compartido, sentí que por fin empezábamos a construir algo. Juntos.
Más tarde, durante una pequeña reunión con los alfas y betas de confianza, presenté oficialmente a Ariel como mi luna.
Hubo algunas miradas de sorpresa. Una o dos cejas levantadas.
Pero también hubo aceptación. Y eso me bastó.
El padre de Ariel se mantuvo cerca de ella todo el tiempo, observando, alerta… pero con una expresión serena. Supo que, por primera vez en años, su hija estaba segura.
Esa noche, ya en la casa, mientras Ariel dormía por fin en una cama donde no tenía que mirar tras la puerta cada vez que cerraba los ojos…
Yo me quedé despierto, en silencio.
Mirándola.
Protegiéndola.
Agradeciendo.
Y jurando ante la diosa luna que a partir de ahora…
Nada ni nadie volvería a separarnos.