El Rey y su Luna No Cazadora

capitulo 14

Llevábamos poco más de una semana en la manada.

Cada día era una experiencia nueva, una prueba de adaptación.
Y aunque por fuera intentaba mantenerme serena y sonriente, por dentro me sentía como una brújula girando sin norte.

La casa que Erick preparó para nosotros era hermosa: de madera cálida, rodeada de árboles centenarios, con una terraza donde el viento cantaba al atardecer. Podía oler el río cercano, oír a los lobos correr de noche.

Pero aún me costaba entender que esto… era mi hogar ahora.

El primer desafío fue el entrenamiento.

Todos los miembros de la manada entrenaban, sin excepción.
Erick no me presionó, pero yo me ofrecí.

Sabía luchar. Mi madre me entrenó desde pequeña.
Mi padre también, aunque con más lógica que instinto.

Pero no puedo mentir, aunque no me agrade reconocerlo…

Mi abuelo también me entrenó.

Él fue el más duro.
El más cruel.

No lo hizo con amor. No lo hizo para protegerme.
Lo hizo para convertirme en un arma.
Para moldearme con golpes y órdenes y gritos, como si yo no fuera una niña, sino un experimento.

Me dolía admitir que mucho de lo que sabía, de la precisión con la que me movía… venía también de él.
Una parte de mí odiaba eso.
Otra parte sabía que, sin ese entrenamiento, tal vez no habría sobrevivido.

Pero lo cierto era que mis reflejos eran rápidos, mi instinto afilado.
Mi madre me enseñó a escuchar la tierra.
Mi padre, a pensar antes de actuar.
Y mi abuelo… me enseñó a no confiar en nadie. A ganar incluso con el cuerpo herido.
A levantarme, aunque no pudiera más.

Nicolás, el beta de Erick, fue quien dirigió la sesión.

—Vamos a ver de qué estás hecha, Ariel —me dijo con una sonrisa amable, pero profesional.

Al principio sentí las miradas.
Algunas curiosas.
Otras escépticas.
Una que otra claramente despectiva.

“Es humana.”
“No es una loba real.”
“¿La luna del Rey Alfa? Imposible.”

Pero cuando me puse en posición… y me moví…

El silencio fue absoluto.

Luché con tres miembros de nivel medio. Y aunque me superaban en tamaño, no logré solo resistirlos. Los dominé.

Mi cuerpo se movía por memoria.
Mi mente calculaba sin pensarlo.
Cada golpe, cada giro, cada bloqueo… tenía años de historia detrás.

Cuando terminé, sudando pero entera, vi que incluso los más escépticos me miraban con una mezcla de respeto y sorpresa.

Incluso Nicolás pareció impresionado.

—Creo que lo llevas en la sangre, ¿eh? —me dijo guiñando un ojo.

Y por primera vez desde que llegué, me sentí parte.

Esa noche, mientras me duchaba, recordé las palabras de mi madre.

"Un día, serás algo que el mundo no entenderá, Ariel. Pero no dejes que eso te haga dudar de ti misma. Las líneas no definen lo que eres. Tú lo decides."

Me miré al espejo.

Cabello húmedo. Ojeras suaves. Cicatrices invisibles.
Y unos ojos que no podían decidir si eran lobo o humana.
Uno miel. Otro verde.

Ambos, yo.

Días después, todo cambió.

Fue un atardecer cualquiera. Estaba en la plaza central del territorio, observando a unos niños jugar con cachorros que aún no se transformaban. Erick estaba en una reunión del consejo. Mi padre patrullaba el límite sur con dos exploradores.

Fue entonces cuando un aroma extraño rozó mi nariz.

Metálico. Fuerte.
Humano.

Pero no era de uno de los nuestros.
No era alguien del pueblo vecino.

Era… frío.

Me levanté, fingiendo normalidad, y caminé hacia los árboles.

Me deslicé entre las sombras, siguiendo el olor. El bosque me era natural. Lo conocía. Lo sentía.
Y algo estaba fuera de lugar.

Entre los árboles, vi una figura agachada.
Vestía ropa de camuflaje. Llevaba binoculares. Y un auricular.

Un cazador.

No de los del pasado.
Uno nuevo.
Joven, pero con el mismo sello en el hombro: la insignia de los cazadores antiguos.

—“¿Qué haces aquí?” —le dije con firmeza, dejando que mi voz resonara como un trueno.

Él giró. Sacó un arma.
Apuntó.

Demasiado tarde.

Lo desarmé en tres movimientos. Lo inmovilicé. Vi el miedo en sus ojos.

—¿Quién te envió?

—¡No diré nada!

—¿Quién?

—“¡Solo… solo me pagaron para marcar el perímetro! ¡¡No sé quién!!”

Le vi los ojos. No mentía. Era solo un peón.
Pero ¿quién lo contrató?

Escuché pasos. Nicolás llegó primero, luego Erick y otros miembros.

Cuando me vieron encima del intruso, sin ayuda, con el arma lejos y al chico llorando por la presión de mi rodilla en su pecho…

No necesitaron explicación.

—Tenemos una brecha —dijo Erick con gravedad—. Uno que no vino solo.

El chico fue llevado al calabozo del consejo. No tenía información valiosa, pero el mensaje estaba claro:

Nos estaban espiando. Otra vez.

Y no era una traición interna.
Era algo externo. Planificado. Pagado.

Esa noche, Erick y yo caminamos entre los árboles, solos.

—Estoy orgulloso de ti —me dijo, tomando mi mano.

—Yo no sabía si era parte de algo, Erick —susurré—. Nunca pensé que alguien como yo tendría un lugar… o un mate.

—Y sin embargo aquí estás —respondió—. No solo perteneces. Eres esencial.

Lo miré.

Por fin lo creí.




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