Ariel
La mañana amaneció tranquila. El cielo tenía ese azul brillante que aparece solo en los días de calma, y sin embargo, yo no podía dejar de sentir el nudo en mi pecho.
La noche anterior fue perfecta. El beso… su tacto… su voz.
Erick es todo lo que mi corazón nunca supo que necesitaba.
Pero justo por eso, tengo miedo.
Caminé hasta la cabaña de mi padre. Lo encontré sentado en la terraza, leyendo como siempre hacía al amanecer. Cuando levantó la mirada, me ofreció esa sonrisa suave, esa que solo me dedica a mí.
—Hola, pequeña loba —dijo, con tono cálido.
—Hola, viejo lobo —respondí, sentándome a su lado.
Nos quedamos en silencio unos segundos, solo escuchando el bosque.
—¿Te ves feliz? —dijo de pronto, sin mirarme.
—Lo estoy. Pero… también tengo miedo.
—¿Por Erick?
Negué con la cabeza.
—No. Por todo lo que él representa… por lo que yo soy con él. Nunca pensé que tendría mate, papá. No siendo como soy. Una mezcla. Mitad todo, pero nada completamente.
Mi padre me tomó la mano.
—Tu madre te llamaba “nexo de mundos”. No aberración. No mezcla.
Eras el equilibrio. Lo mejor de ambos.
Bajé la mirada, sintiendo el ardor en los ojos.
—A veces no sé si seré suficiente para él. Es el Rey Alfa, papá. Y yo…
—Y tú eres su luna. No porque lo digan sus sentidos. Porque lo reconoce su alma.
Tu poder no viene de tu sangre, Ariel. Viene de todo lo que has sobrevivido. Lo que has elegido ser, a pesar de todo.
—Tú también lo ves, ¿verdad? —susurré—. Que esto apenas comienza.
—Sí —asintió, su expresión endureciéndose—. Tu abuelo se mueve. Lo sé. Lo siento. Y si se acerca, Ariel… no pelearás sola.
Lo abracé. Fuerte. Porque por más que creciera, por más que aprendiera a pelear y sobrevivir…
Siempre sería su pequeña loba.
Erick
Verla irse por la mañana fue una prueba para mi autocontrol.
Mi lobo no paraba de dar vueltas.
“Ve con ella.”
“Protégela.”
“Mírala aunque sea un minuto más.”
Pero sabía que ella necesitaba hablar con su padre. Procesar todo lo que éramos, lo que habíamos compartido anoche.
Y yo también tenía cosas que atender.
—¿Estás listo para esto? —me preguntó Nicolás mientras revisábamos la seguridad del perímetro.
—Para amar a una mujer como Ariel, sí. Para lo que viene… me estoy preparando.
Nicolás asintió.
—He reforzado los puntos ciegos. Y puse vigilancia en los accesos humanos. Pero si alguien quiere entrar con disfraz de civil, no podremos detectarlo tan fácilmente.
—Ya lo sé. Pero quiero que pongas a uno de nuestros mejores sigilosos siguiendo discretamente a Ariel, solo por precaución.
—¿Ella lo sabrá?
—No. No todavía. Ella necesita sentir que no ha perdido su libertad.
Cuando llegue el momento… le explicaré.
Hubo un silencio entre nosotros.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó al final.
Lo miré.
—Estoy completo, hermano. Como si todas las partes rotas de mi alma hubieran encontrado su lugar.
Y no era una exageración.
Desde que Ariel apareció, el mundo dejó de ser solo deber y guerra.
Ahora tenía color. Voz. Y propósito.
Ambos
Esa noche…
Nos encontramos en la pradera.
Sin palabras previas, sin promesas ni preguntas.
Solo miradas que lo decían todo.
Ariel llevaba una chaqueta de cuero y un brillo especial en los ojos.
Erick tenía esa sonrisa suya que parecía desarmar todas mis dudas.
Nos sentamos en el pasto. Las estrellas eran testigos silenciosos.
—Hoy hablé con mi padre —dije.
—¿Y?
—Me dijo que no soy una mezcla… que soy un equilibrio.
No sé si le creo, pero… me hizo sentir bien.
—Yo sí lo creo —respondió Erick—. Tú eres lo que nos une. Lo que equilibra ambos mundos.
Me acerqué. Me apoyé en su hombro.
—Erick… si algo pasa. Si mi abuelo vuelve…
—Ariel —me interrumpió, alzándome la barbilla—. Yo daría la vida por ti. Pero no me pidas que no pelee a tu lado.
Lo que sea que venga… lo enfrentamos juntos.
Y entonces nos besamos.
Lento.
Firme.
Eterno.
No éramos solo luna y alfa.
Éramos dos sobrevivientes que habían encontrado un refugio en el alma del otro.