Ariel:
Desperté envuelta en sus brazos.
Su respiración cálida acariciaba mi nuca, y su pecho se movía en calma detrás de mí. Pero no fue el calor de su cuerpo lo que me hizo abrir los ojos…
Fue su voz en mi mente.
“Buenos días, mi luna…”
La escuché clara, como si la hubiese susurrado en mi oído. Pero su boca no se movió.
Me incorporé con el corazón latiendo fuerte.
Él también abrió los ojos, y al verme despierta, sonrió con ternura.
—¿También lo oíste? —pregunté en un susurro.
—Sí —asintió, incorporándose y tomándome de la mano—. Es el vínculo. Estamos conectados. Lo que tú sientes, yo lo siento. Tu alma está atada a la mía… y la mía a la tuya.
Sentí la energía dorada aún vibrando suavemente en mi cuello donde me había marcado. No dolía, pero sí… ardía, en un buen sentido. Como si llevara fuego sagrado grabado en la piel.
—Es mucho —confesé—. Hermoso… pero abrumador.
—Lo sé, mi luna. Pero iremos paso a paso. Estoy contigo. Siempre.
Y lo creí. Porque lo sentía en mi mente. En mi pecho. En mi alma.
Pasamos la mañana entre risas suaves, caricias que se alargaban, y una complicidad nueva que ahora nos envolvía.
Nos entendíamos sin hablar.
Incluso los silencios entre nosotros se sentían completos.
Pero yo sabía que debía hablar con mi padre.
Él confiaba en mí… y merecía saberlo.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Erick, ya vestido.
—No —dije con una sonrisa tranquila—. Esto… necesito hacerlo yo.
Nos despedimos con un beso dulce, casi lento, y un “te amo” que ninguno de los dos dudó en pronunciar.
Cuando llegué a la cabaña donde vivía con mi padre, lo encontré sentado frente a la chimenea, tomando café y revisando algunos papeles del territorio humano.
—Hola, papá.
—Hola, pequeña. —Me miró de inmediato—. ¿Dormiste allá?
—Sí… —Respiré hondo—. Y necesito hablar contigo.
Dejé que el silencio se hiciera antes de continuar. Sentí mi pulso acelerarse.
—Erick me marcó.
No fue necesario explicarlo más. Mi padre se quedó quieto. Su mandíbula se tensó.
El silencio duró demasiado.
—¿Estás segura de lo que hiciste?
—Sí. Lo amo. Es mi mate. Lo he sentido desde el principio y ahora… ahora es como si siempre hubiese estado aquí. Es como si una parte de mí, que llevaba dormida, por fin despertara.
Sus ojos se suavizaron. Bajó la taza, se levantó y se acercó a mí.
—Tu madre me dijo una vez… que cuando el vínculo llegara a ti, no podrías luchar contra él. Que sería como respirar. Como encontrar el lugar al que perteneces. —Sus ojos se humedecieron—. Solo me duele no haberla visto vivir lo suficiente para ver esto. Para ver cómo tú, su hija, encontrabas el amor de la misma manera que ella.
Lo abracé. Lloré un poco. Él también.
Porque en ese momento… todo encajaba.
—Confío en ti, Ariel. Solo prométeme que no te rendirás nunca. Ni por ti… ni por él.
—Lo prometo, papá.
Volví a la manada al atardecer. Erick me esperaba en la cima de la colina donde solíamos entrenar.
Me abrazó con fuerza apenas me vio, y no hizo falta que le dijera nada: lo había sentido todo a través del vínculo.
—Gracias —me dijo simplemente—. Por hacerme parte de tu historia.
—Gracias a ti, por no temer la mía.
Nos quedamos allí un rato, viendo cómo el sol desaparecía entre los árboles.
Y mientras el cielo se teñía de naranja y violeta, supe que el tiempo de calma estaba por terminar.
La guerra se acercaba.
El abuelo no se detendría.
Y yo ya no era una niña que huía.
Era la hija de un cazador y una loba beta.
Una híbrida con un destino.
Una mujer con una manada.
Y sobre todo… una luna marcada por su alfa.