Erick:
Desde que la marqué, su energía vibra con la mía. Pero ahora…
Ahora es diferente.
Es instinto. Fuego.
Y deseo.
El celo ha comenzado.
Ella no lo teme.
Yo… no me contengo.
La encontré de pie, junto a la ventana de nuestra habitación, con la luna reflejándose en su piel.
Estaba descalza, con el cabello suelto cayendo como un río oscuro por su espalda. Llevaba puesta mi camisa, una que le quedaba holgada… pero sus formas se dibujaban bajo la tela con una elegancia que me volvió loco.
Y su aroma…
Mi luna olía a necesidad.
A vida.
A mí.
—No puedo dormir —susurró sin mirarme.
—Tu cuerpo me está llamando —le respondí, acercándome detrás de ella—. Y el mío está respondiendo.
Me rodeó con los brazos sin necesidad de palabras. La energía entre nosotros chispeaba como si la habitación estuviera cargada de electricidad.
Apoyó la cabeza en mi pecho y exhaló, temblando apenas.
—Erick… —dijo mi nombre como si lo saboreara.
La tomé del rostro y la obligué a mirarme.
—Esta semana, cada parte de ti me gritará. No solo con deseo, sino con alma. —Mi voz fue un murmullo ronco—. Quiero que sepas que no soy solo tu alfa. Soy tu hogar.
Ella asintió.
Sus labios se abrieron apenas, y esa fue la única señal que necesité.
La besé.
Lento al principio. Explorando.
Después… más profundo.
Ella me respondía con todo su cuerpo, como si nuestras bocas hubieran estado esperando ese momento desde siempre.
Sus manos se perdieron en mi cabello, mientras sus piernas temblaban entre las mías.
La llevé a la cama sin romper el beso.
Allí, no hubo guerra.
No hubo abuelo.
No hubo heridas del pasado.
Solo ella y yo.
Respirando al mismo ritmo.
Sintiendo como si el universo se hubiera detenido para darnos ese instante de eternidad.
Mi lengua descubrió los secretos de su cuello,
mi boca habló en caricias,
y sus suspiros se grabaron en mi piel como tatuajes invisibles.
Nuestros cuerpos se entrelazaron con hambre,
pero fue el alma lo que se desbordó primero.
Porque más allá del deseo,
la amaba.
El vínculo nos envolvía.
Cada roce, cada jadeo, cada estremecimiento…
Se duplicaba en mí.
Como si viviéramos dos veces cada sensación.
En algún momento de la madrugada, con la espalda arqueada y los labios entreabiertos, Ariel susurró:
—Tómame toda, Erick…
—Ya lo hice, mi luna. Desde que respiraste mi nombre.
Pasamos el resto de la noche envueltos en pasión y ternura.
Las sábanas arrugadas fueron testigo de nuestro pacto no hablado.
Y cuando al fin ella cayó dormida, agotada, acurrucada contra mi pecho, la observé con el alma llena.
Había amor, sí.
Había deseo.
Pero también había honra, respeto, un vínculo que va más allá del cuerpo.
Al amanecer, mientras el sol apenas tocaba su piel, sentí cómo su esencia se acoplaba a la mía de forma definitiva.
Ya no éramos dos seres que se amaban.
Éramos un solo espíritu con dos corazones latiendo a la par.
La abracé más fuerte, besé su frente y susurré:
—Eres mía, Ariel Prescott.
Mi compañera.
Mi igual.
Mi luna.
Y nadie, nadie, nos va a separar.