Elian
Padre de Ariel
Cuando mi hija me contó que había sido marcada, que había encontrado a su mate, sentí cómo algo se rompía y reconstruía al mismo tiempo dentro de mí.
No era tristeza.
Era miedo.
Orgullo.
Y resignación.
Porque lo supe desde el primer momento en que vi a ese lobo arrogante y protector posando sus ojos sobre ella.
Supe que no tenía escapatoria.
La luna había decidido.
Mi Ariel… mi pequeña guerrera.
Siempre supe que no era solo humana.
Su madre, mi mate, me lo dijo la primera noche que nació. “Lleva fuego en la sangre”, me susurró. “Fuego de ambos mundos.”
Y tenía razón.
Desde que era una niña, Ariel fue rápida, fuerte, feroz incluso. No le gustaba jugar a las muñecas. Le gustaba atrapar cosas, trepar árboles, aprender a defenderse.
Y yo… yo le enseñé todo lo que sabía.
Pero no fui el único.
Mi padre… ese monstruo con cara de líder, también la entrenó. En secreto.
Le enseñó a luchar, sí, pero también a endurecer el alma.
A matar sin dudar.
A reprimir su bondad.
Cuando me di cuenta, ya era tarde. Ella tenía cicatrices que no se veían, y una mirada que a veces no correspondía con su edad.
Aún me culpo por eso.
Pero verla ahora…
Plena.
Libre.
Con el alma marcada por alguien que parece no querer doblegarla, sino honrarla…
Eso me da un poco de paz.
Me uní a la manada con ella. Porque no hay poder más fuerte que el de una hija amada, ni voluntad más inquebrantable que la de un padre que no está dispuesto a perderla de nuevo.
Sé que la guerra se acerca.
Lo siento en los árboles. En el silencio de los pájaros.
En las pesadillas que vuelven cada noche.
Y si tengo que morir defendiendo a Ariel… lo haré.
Porque su madre ya pagó ese precio.
Porque yo sobreviví con la culpa.
Y no volveré a quedarme de brazos cruzados.
Erick
El cielo estaba teñido de rojo.
No por el sol.
Sino por la advertencia.
Una de nuestras patrullas no volvió.
Otra, más al norte, llegó herida.
Dijeron que los habían emboscado.
Cazadores.
Con armas de plata, bombas sónicas, y algo más. Algo oscuro.
Al parecer no solo eran humanos esta vez.
Los reuní a todos en el círculo central.
Mi padre estaba a mi izquierda.
Nicolás, a mi derecha.
Y mi luna, de pie frente a mí, con los ojos decididos.
—Ya vienen —dije. No hacía falta más.
Mi voz arrastraba poder.
Mi posición como Rey Alfa no era solo un título: era ley.
—¿Cuántos? —preguntó uno de los centinelas.
—No lo sabemos aún. Pero no vendrán solos. Traen brujos con ellos. Tal vez necromancia.
Se escucharon murmullos, respiraciones contenidas.
—Esta es nuestra tierra. Nuestro hogar —continué—. Y ninguna aberración de odio va a arrebatárnosla. Esta vez no corremos. Esta vez… peleamos.
Los aullidos estallaron como una ola.
Y justo entonces… el primer estallido.
¡BOOOOM!
Las barreras del límite sur se encendieron.
El suelo vibró.
Los primeros gritos comenzaron a escucharse.
Corrí.
Ni siquiera me transformé. Solo corrí.
A mitad del camino ya era lobo. Ranga rugía en mi cabeza como un trueno.
—¡Están aquí!
Flechas con plata volaban.
Hechizos malditos caían como lluvia negra.
Pero nosotros respondimos.
Con garras.
Con colmillos.
Con sangre.
Vi a Elian, el padre de Ariel, cortando la garganta de un cazador con una precisión fría.
Vi a Ariel luchar como si fuera hija del trueno. Su cuerpo se movía con una gracia letal.
Y yo…
Yo era fuego.
Era rabia.
Era el Rey.