Narrado por Ariel
El viento del norte era diferente. Casi parecía que susurraba secretos.
Mi capa ondeaba a mis espaldas mientras cruzaba el puente de piedra que separaba el mundo terrenal del espiritual.
Mirka caminaba a mi lado en silencio. No me había hablado desde que partimos. No hacía falta.
—Aquí es donde comienza todo —dijo finalmente, al llegar a las puertas de piedra tallada del santuario lunar.
Las runas brillaban con una luz azul plateada. El aire era más denso. Más vivo.
Puse mi mano sobre la puerta, y al instante, sentí el calor atravesarme la palma, subiendo por mi brazo y directo a mi pecho.
El santuario me reconocía.
Entramos. La sala era circular, con columnas cubiertas de hiedra y símbolos antiguos. En el centro, una fuente de fuego blanco azulino danzaba sin quemar.
—Esa es la Llama Lunar —susurró Mirka—. No se toca. No se toma. Ella debe elegirte.
Me acerqué lentamente. Cada paso que daba se sentía como si caminara sobre la esencia del tiempo. Todo temblaba dentro de mí.
Cuando estuve a solo unos centímetros, cerré los ojos. Y entonces, la escuché.
“Hija de dos sangres… de luz y oscuridad… ¿Eres digna de mi poder?”
—Sí —respondí sin titubear—. No por mí, sino por los que amo. Por mi madre. Por mi manada. Por él.
“Entonces toma lo que ya arde en ti.”
El fuego no se movió. Fue dentro de mí donde algo estalló. Como si el sol hubiera nacido en mi pecho. Grité, pero no de dolor. Era poder. Era conexión. Era… destino.
Caí de rodillas. Mi piel brillaba. Mis venas se encendían como constelaciones.
Y cuando abrí los ojos, todo el santuario me miraba.
Ya no era solo Ariel Prescott.
Era la portadora del fuego lunar.
Narrado por Erick
—Los escudos deben cubrir toda la zona este —ordené con voz firme.
Nicolás corría entre grupos, organizando filas, entrenando a los más jóvenes. Elian, el padre de Ariel, se movía con agilidad recuperada, supervisando estrategias.
—Tenemos menos tiempo del que pensábamos —dijo Nicolás, acercándose—. Si atacan por la noche, debemos...
—No atacarán por la noche —interrumpí.
—¿Cómo lo sabes?
Le mostré el cielo. Una bruma púrpura comenzaba a invadir el horizonte. No era niebla común. Era energía oscura. Magia.
—Porque vendrán con la noche… y no querrán que veamos lo que traen con ellos.
Los escudos espirituales estaban listos. Las brujas aliadas preparaban las barreras. Pero nada me tranquilizaba. No hasta verla regresar.
Mi lobo estaba inquieto. Ranga rugía por dentro. No de miedo, sino de impaciencia. Sentía que algo se acercaba.
Y entonces, lo vi.
Las alarmas no sonaron. Las barreras no se activaron. Porque él no las cruzó. Él apareció.
En medio del claro, como una sombra arrancada del mismísimo infierno.
Mi sangre se heló al verlo.
El abuelo de Ariel.
Pero ya no era solo un hombre.
Su cuerpo brillaba con vetas negras, sus ojos eran dos pozos sin fondo. Sus músculos vibraban con una energía no humana. Una fusión imposible.
La sangre de Lyana… lo había cambiado.
—¡No puede ser! —gritó Nicolás.
—Que nadie lo ataque —ordené.
Pero era tarde. Algunos jóvenes ya corrían hacia él. Él no se movió. Solo levantó una mano.
Y los hizo volar.
Diez cuerpos salieron despedidos como hojas secas en el viento. No sabíamos si estaban vivos.
—¡Padre! —gritó Elian con furia, pero fue contenido por dos guerreros.
—¡SALGAN TODOS! —rugí, liberando mi poder alfa.
Él solo sonrió.
—Vine por mi nieta. Vine por lo que es mío.
Y entonces, el cielo tronó.
No por tormenta. Sino porque la guerra… acababa de comenzar.