El Rey y su Luna No Cazadora

capitulo 37

El amanecer no fue como los anteriores.

El aire parecía vibrar con una energía suave y ancestral. Todo se sentía más vivo, como si el bosque respirara conmigo, como si el mundo mismo reconociera que algo había cambiado.

Yo había cambiado.

La marca sagrada brillaba débilmente sobre mi pecho, oculta bajo la ropa, pero no para los sentidos que conocen la magia. La Diosa Luna seguía dentro de mí, como un susurro constante en el corazón.

Caminé con pasos lentos hacia la plaza central de la manada. Aún estaban reunidos, muchos de ellos heridos, vendados, agotados… rotos.

Pero aún estaban de pie.

Erick me observaba desde la distancia, sus ojos brillaban con orgullo, pero no se acercó. Sabía que debía hacer esto primero.

Respiré profundo y me coloqué en el centro. Cerré los ojos y hablé hacia el cielo.

—Diosa Luna… madre de todas las lunas, de todos los caminos y sangres. Dame la fuerza para sanar aquello que aún puede salvarse.

El viento se detuvo.

Y entonces, la energía fluyó.

Mis manos brillaron con luz plateada, y una oleada de calor suave me recorrió los brazos hasta las palmas. Me acerqué al primer herido, un joven soldado lobo con una herida profunda en el costado. Apenas respiraba.

Toqué su piel… y el milagro ocurrió.

La carne comenzó a cerrarse, los músculos a recomponerse, la piel a regenerarse bajo la luz lunar. Él abrió los ojos y respiró como si lo hiciera por primera vez.

Y entonces todos lo vieron.

Comenzaron a acercarse… y uno a uno, los toqué. Algunos con heridas físicas. Otros con traumas más hondos. Vi lágrimas caer, vi sonrisas emerger.

Incluso los niños se acercaron. Sentían que yo era más que su Luna… era su esperanza.

—Gracias… Reina Luna —susurró una anciana loba mientras tomaba mi rostro entre sus manos—. La Diosa te eligió bien.

Cuando el último sanado se puso de pie, ya no como un guerrero herido sino como parte de una manada renacida, las miradas se dirigieron a mí con algo que nunca había sentido antes: reverencia, sí… pero también amor.

Fue entonces cuando mis ojos se encontraron con los de Él.

Erick caminó hacia mí como si cruzara la eternidad en cada paso. No dijo nada al principio. Simplemente me tomó las manos y me las besó con devoción. Vi emoción en sus ojos, vi miedo… y vi amor.

—Mi Luna… —dijo al fin, ronco de sentimientos—. No sabes lo que sentí al verte cerrar los ojos. Fue como si el mundo se apagase…

—Pero volví —susurré, apoyando mi frente contra la suya—. Volví por ti. Por todos.

Nuestros labios se encontraron en un beso profundo, dulce, lleno de anhelo contenido. No fue pasión. Fue promesa. Fue hogar.

Nos quedamos abrazados, respirándonos, en silencio. Y entonces…

—¡Papi! —grité, separándome de Erick al recordar—.

Corrí hacia él. Lo vi apoyado en una muleta, aún recuperándose. Apenas me vio, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Mi pequeña… —fue todo lo que logró decir antes de que me arrojara a sus brazos.

Lloramos juntos. Lloré como cuando era niña. Lloré porque por fin lo tenía, y él me tenía a mí.

—Jamás te dejaré, ¿me oyes? —dije entre sollozos—. Eres lo único que me quedó cuando mamá se fue. Eres mi fuerza.

Me aparté un poco y lo miré, con una mezcla de dolor y ternura.

—La vi, papá… Vi a mamá.

Él abrió los ojos como platos.

—¿Qué…?

—La Diosa me permitió verla una última vez. Me abrazó, me besó… y me pidió que te dijera algo. Que te ama, que siempre lo hizo. Que fuiste lo mejor que le pasó en la vida. Que está orgullosa de ti… por todo lo que fuiste y has sido. Que seas feliz. Porque te lo mereces. Y que ella siempre… siempre te esperará.

Mi padre se quebró. Cayó de rodillas, tapándose el rostro mientras sollozaba en silencio. Me arrodillé a su lado y lo abracé mientras Erick se acercaba, colocando una mano sobre su hombro. Éramos una familia… imperfecta, herida… pero unida.

Después de un rato, levanté la mirada y miré a ambos.

—Todo estará mejor… de ahora en adelante.

La Luna brilló justo entonces, cruzando las nubes en el cielo, como si nos diera la razón.




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