El Reyno Porvenir.

Capítulo 1: El Alba de los Juramentos

Anthirëal, Templo de Elurie,

Las campanas de cristal entonaban una melodía que no era música, sino liturgia. Vibraban como si la misma estructura del templo quisiera recordar. En lo alto, bajo la gran cúpula de luz donde se cruzaban las nervaduras solares del techo, los rayos del amanecer atravesaban vitrales que parecían suspender el tiempo.

El Gran Templo de Elurie, corazón ritual de Anthirëal, capital del Reino de Larethian, se alzaba como si hubiera sido tallado por dioses que entendían de simetría y devoción. Piedra viva y cristal fundido en una sola sustancia, las columnas no se alzaban: florecían, ramificándose como árboles sagrados que sostenían el peso de las generaciones.

Las Casas Nobles avanzaban una a una por el pasillo central con un ritmo ceremonial, ni lento ni rápido, sino preciso. Cada paso, un eco; cada eco, un testimonio. Los estandartes se desplegaban desde los balcones superiores, ondeando sin viento, como si el propio templo respirara con ellos. Liras, arpas y flautas tejían un canto sin voz. Todo era orden. Todo era pureza.

En el centro, como pétalo aún cerrado en un jardín de mármol, Elirien caminaba tras su madre. Reina Liraëth no miraba a nadie. Su corona era delgada, pero inquebrantable. Su vestido, blanco como la sangre congelada, bordeado por hilos de filigrana de oro élfico, ondeaba con una solemnidad que no dejaba espacio para ternura. A su lado, la heredera avanzaba en silencio, con el mentón apenas alzado, como se le había enseñado desde los cinco ciclos solares: los ojos nunca al suelo, la espalda jamás vencida.

Elirien había contemplado esa ceremonia tantas veces desde las gradas altas, junto a las hijas menores de las demás casas. Había repetido los cánticos en susurros de infante, había memorizado el relato de la Caída del Primer Trono y la ruptura con los linajes mestizos. Pero nunca hasta hoy había sentido el peso exacto del altar bajo sus pies. Nunca hasta hoy se le había permitido estar entre los que juran.

Los vitrales narraban la historia de su pueblo con una belleza peligrosa. Había uno que mostraba a Ishaldrën el Puro, primer rey de Larethian, levantando la Espada de Luz sobre una horda de traidores mezclados con sangre humana. Otro mostraba la Llama del Pacto, ardiendo en medio del mar de los Inquebrantables. Y uno, el más antiguo, casi desgastado por siglos de luz, representaba el Juramento Eterno, con figuras élfico-dioses envolviendo a una familia real en anillos de fuego y cristal.

Pero fue entonces, mientras Elirien buscaba en el vitral algo nuevo que recordar, que lo vio. No por completo. Apenas una fractura. Una línea. Una grieta que no debería estar allí.

Su cuerpo no se movió. Su respiración sí. Un parpadeo. Otro. La grieta seguía allí, en el extremo inferior derecho del vitral del Juramento. Invisible a la mirada desprevenida. Una línea delgada, como una cicatriz que el tiempo había olvidado curar. Quizá no era nada. Quizá siempre había estado allí. Pero ella lo sintió como un susurro. Como una disonancia dentro de una sinfonía perfecta.

—Elirien —susurró una voz a su lado. Era su institutriz, Sirela. No era un reproche, pero sí una advertencia. —La ceremonia está por comenzar.

Asintió. Aunque no dijo palabra. Los demás no lo habían notado. Nadie lo había visto. Nadie hablaba de grietas en Anthirëal. Allí todo era puro. Todo era eterno.

La reina se adelantó al centro del altar. Extendió las manos. Su voz, cuando surgió, era como el hielo tallando una catedral.

—Renovamos hoy el Juramento de Pureza, por la sangre de Ishaldrën, por la llama de los eternos y por la custodia del linaje. Que el trono permanezca sin mácula. Que los impuros no pasen nuestras fronteras. Que la canción de los primeros se mantenga intacta.

Miles de voces repitieron esas palabras. Como si el eco quisiera perpetuarlas en piedra. Como si una grieta no pudiera romper ese eco.

Elirien juró. Como debía hacerlo. Como se esperaba. Como se había ensayado. Pero mientras la luz del amanecer caía sobre su rostro, la grieta seguía allí, en el borde de su memoria. Silenciosa. Inaceptable. Ineludible.

Y por primera vez, en los ojos de la heredera de Larethian, algo se quebró.

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Templo de Elurie, 1 hora después,

Elirien abandonó el círculo de juramentados con la misma elegancia con la que había entrado, pero algo, muy dentro, se le había quedado atascado entre el esternón y la garganta: la delgada grieta que sólo ella había visto. Caminó detrás de su madre, la Reina Liraëth, imitando el paso solemne que su progenitora le había dictado a golpe de baqueta desde hacía doce inviernos. Sus tacones de cristal lunar, herencia de la dinastía Argelyon, repiqueteaban en el mármol como el péndulo de un reloj divino: regular, perfecto, inevitable. Solo que ahora el ritmo le sabía a marcha fúnebre.

A cada lado del templo los nobles inclinaban la cabeza al paso de la heredera, gesto que ella devolvía con apenas un pestañeo de reconocimiento. Mostrar aplomo, ocultar la duda, recitaba su voz interna con la cadencia de los viejos preceptos: el linaje antes que el latido, la forma antes que el temblor. Así la habían educado: le habían grabado versos de sangre pura en los nudillos, le habían hecho memorizar las genealogías hasta poder retroceder diez mil ciclos sin titubeos, y le habían enseñado que sentir es un resorte que sólo se acciona en la intimidad de los muros dorados. No fuera que el mundo oliera el miedo.

Y, sin embargo, mientras acompañaba a su madre por el deambulatorio iluminado de lámparas de maná, Elirien estaba segura de que todos podían escuchar cómo el corazón —ese traidor— golpeaba su esternón. Veía a la Reina erguirse como una espada inquebrantable, tan alta que su sombra parecía una columna más del templo. Apartó los ojos de aquel perfil de escultura para no revelar que la contemplaba con admiración… o con recelo. ¿La habría visto ella también? Esa pregunta, como una gota de tinta cayendo sobre pergamino, comenzó a expandirse en su mente.



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En el texto hay: fantasia, ciencia ficción

Editado: 18.07.2025

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