Anthirëal, Palacio Real,
Biblioteca Subterránea,
Últimas horas del ocaso,
Elirien caminaba con pasos lentos, Pero medidos, lo suficiente para no levantar alarman entre consejeros y prelados del palacio, estaba envuelta en un silencio frío. Sus dedos rozaban suavemente la carta que aún llevaba oculta entre los pliegues de su túnica ceremonial, una respuesta apresurada escrita en la elegante caligrafía del Alto Elfae Calanthur, tutor suyo desde niña y guardián de conocimientos que la mayoría de los habitantes de Larethian desconocían.
Los días que siguieron a la ceremonia habían transcurrido en medio de inquietantes murmullos internos, ecos de aquella visión perturbadora que no cesaba de regresar cada vez que cerraba los ojos. Aquel vitral ancestral fragmentado en mil pedazos parecía contener un mensaje cifrado cuya clave aún no lograba descifrar.
Llegó hasta una enorme puerta de ónice grabada con símbolos élficos antiguos, y pulsó el cristal translúcido del panel lateral. Con un suave siseo, la estructura reveló un ascensor interno que descendía hasta las profundidades mismas de la biblioteca. La sensación fue breve pero inquietante: una caída controlada hacia una región secreta, un lugar donde sólo unos pocos podían poner pie.
La puerta se abrió y frente a ella se extendía la inmensa sala subterránea, iluminada tenuemente por lámparas de cuarzo azul que proyectaban sombras largas sobre estanterías infinitas, cargadas de antiguos pergaminos y libros olvidados.
—Bienvenida, Elirien —dijo una voz serena desde el interior.
Calanthur esperaba en el centro de la estancia, rodeado de mesas cristalinas donde descansaban códices y cilindros sellados con lacres desgastados por el tiempo. Su larga cabellera plateada, característica de los Altos Elfae, caía sobre una túnica ceremonial bordada con runas que brillaban levemente bajo la luz azulada.
—Vuestra carta fue perturbadora, joven princesa —continuó Calanthur con expresión seria pero serena—. Una visión como la que describisteis puede significar mucho más que un simple sueño o una ilusión pasajera.
Elirien asintió en silencio, acercándose lentamente hasta él. Sentía una mezcla de alivio y ansiedad al poder compartir aquella carga que había llevado sola hasta ahora.
—La grieta en el vitral —dijo finalmente ella con voz contenida—. Fue demasiado real, Calanthur. ¿Qué podría significar?
El Alto Elfae la observó largamente antes de responder, como si estuviese midiendo cuidadosamente sus palabras.
—Un presagio, quizás —dijo por fin—. Uno que podría anunciar cambios importantes, no sólo para nuestra casa, sino para todo el reino. Sabéis tan bien como yo que nuestra historia no tolera cambios, pues cada cambio trae consigo el fin de algo conocido y el inicio de algo desconocido.
Elirien bajó la mirada, insegura de cómo asimilar aquellas palabras. Había crecido oyendo historias sobre el final de eras antiguas y los trágicos eventos que siempre acompañaban a los grandes cambios en el mundo de los Elfae.
—Dejadme mostraros algo —añadió Calanthur, haciendo un gesto hacia una mesa cercana cubierta con una delicada tela púrpura.
Retiró suavemente la cubierta, revelando debajo un gran pergamino enrollado. Lo extendió cuidadosamente frente a Elirien, mostrando un mapa antiguo cuyo papel ya estaba desgastado por los siglos, aunque la tinta aún conservaba claridad suficiente para ser legible.
La joven princesa acercó sus ojos dorados al mapa, sintiendo una punzada de inquietud en el pecho al observar claramente algo que nunca había visto antes en ninguna de sus lecciones oficiales: allí, en el papel amarillento, Valmyr aparecía claramente dentro de las fronteras ancestrales de Larethian, como una provincia más del reino élfico.
—¿Qué significa esto? —preguntó, apenas en un susurro, notando cómo sus dedos se crispaban ligeramente sobre la mesa.
—Es la memoria perdida de nuestro pueblo —respondió el Alto Elfae con voz firme pero suave—. Observad bien: aquí hay territorios borrados deliberadamente. Hay marcas tachadas y líneas alteradas. Historias eliminadas que alguien decidió que no debían recordarse jamás.
Elirien siguió los trazos oscuros de tinta que alguien había intentado ocultar bajo capas de correcciones, manchas y símbolos raspados. Cada trazo parecía gritar un silencio forzado, un recuerdo enterrado.
—¿Quién hizo esto? —preguntó finalmente ella, levantando su rostro con una mezcla de asombro y molestia.
—Aquellos que preferían olvidar a afrontar verdades incómodas —dijo Calanthur serenamente—. Pues lo que ves ahora no es sólo un mapa: es la cicatriz de una traición olvidada, una herida abierta en la memoria de nuestro pueblo.
Elirien sintió entonces algo que no había sentido nunca con tanta claridad: la certeza profunda de que su visión no había sido una simple casualidad, sino la revelación de un secreto antiguo, que ahora exigía ser conocido.
La cámara permaneció en silencio durante largos minutos, con la princesa observando el mapa ancestral y el Alto Elfae a su lado, aguardando pacientemente que la joven heredera asimilara aquella inesperada revelación.
Las sombras de la biblioteca subterránea los rodearon lentamente, absorbiéndolos en un silencio solemne. Una nueva era, pensó Elirien con temor y fascinación a la vez, podría estar a punto de comenzar. Y esta vez, quizá ella misma, sería testigo de su nacimiento.
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8 minutos después,
Habían pasado 8 minutos de silencio.
La tenue luz azulada de las lámparas de cuarzo proyectaba sombras ondulantes sobre las paredes, como si la biblioteca misma respirara con un ritmo lento y antiguo. El Maestre Calanthur hizo una breve pausa, como reuniendo fuerzas, antes de mirar fijamente a Elirien con ojos cargados de siglos.
—bueno Princesa.... Lo que quiero contaros ahora, Alteza, no figura en ningún códice oficial. Es un fragmento perdido en las arenas del tiempo, oculto por quienes deseaban mantener intacta nuestra imagen inmaculada de pureza.