El Río de Leche (milkriver)

EL REY SALOMÓN

Fue una noche en las que en ambos bandos había paz, cuando Baal, el demonio más leal, se le presentó a Salomón de veinte años.

—Los otros nueve están en crisis.

Salomón despertó y la vio de pie, con joyas en todo el cuerpo.

—¿De qué hablas? ¿Por qué te me apareces así?

—Los otros nueve están en crisis, señor.

—¿Qué? ¿Por qué?

Baal le respondió.

—Están hartos de usted. Dicen que ha faltado a su promesa.

—¿Qué promesa?

—La de tomar el trono. Argumentan que sólo han sido sus esclavos por cuatro años y que lo único que ha hecho es hacer que hagan su voluntad.

—Se supone que eso harían después de que atendieran mi llamado. ¿No es así?

—Satanás los mandó a gobernar la tierra, no a obedecer órdenes de un rey mortal. Usted solo es un medio para ellos. Pero se han cansado, no le servirán más y lo destruirán, a menos que haga lo que le piden.

—¿Qué quieren?

Lo que dijo Baal, aturdió al príncipe, hizo que cayera de rodillas y llenó sus oídos de un chirrido insoportable.

Salomón lloró y Baal le prometió que, aunque los nueve le abandonaran, ella se iba a quedar con él hasta que estuviera listo.

—¿Lo hará entonces?

—¿Cómo puedo hacerlo? —chilló Salomón.

—Use el anillo, con el anillo el río no funcionará.

Así que Salomón bajó de su alcoba, pasó por varios pasillos y llegó hasta la plaza principal, donde las antorchas indicaban que aún había gente en el palacio y allá, al fondo en la corte real, había luz, delatando la presencia del rey y sus hombres.

Caminó firme por todo el corredor, viendo salir de la corte a varios soldados, que lo saludaban.

Su corazón comenzó a acelerar a la par de su respiración y los tambores de la tensión inundaron su pensamiento.

Los hombres que había en la corte junto a David se inclinaron cuando el príncipe entró.

—Hijo, mi amado hijo Salomón.

David se levantó de su trono y extendió los brazos.

—¿Hijo? —preguntó el rey mientras desviaba la mirada a la puerta, donde una mujer de cabello negro hasta el suelo y joyas en todo el cuerpo lo veía — ¿Pasa algo?

Los tambores se detuvieron en la cabeza de Salomón y éste extendió el brazo izquierdo hacia David.

Los hombres gritaron cuando el rey azotó contra el trono y sus huesos se reventaron.

Algunas gotas de sangre escupieron los rostros de Joab y Urías. Y los sacerdotes que ahí había salieron corriendo, pero Salomón no permitió salir a Sadoc, cuya piel fue volteada al revés.

Abiatar quien en esos momentos se encontraba, se quedó perplejo ante la escena.

Los soldados se cubrieron con sus escudos y se pusieron de rodillas, como esclavos temerosos de un látigo.

El cuerpo muerto de David desprendió la corona y ésta rodó hasta los pies de Salomón.

El príncipe la levantó y se coronó a sí mismo, pero como su cabeza era más pequeña, tuvo que usar la corona como un collar.

—Ve y dile a los gesuritas lo que has visto esta noche —dijo con sarcasmo para Abiatar.

Y después de esto, caminó hacia el trono, donde ocultó todo su dolor y tristeza en un rostro enojado que desprendió una lágrima, comenzando así la nueva era de Israel.




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