Salomón pidió a Joab y Urías que se prepararan para la batalla, éstos hicieron caso y ordenaron a todos los soldados de Jerusalén que se colocaran en las puertas del palacio para partir a la entrada de Jerusalén.
En el castillo no hubo más hombres y en las calles todos se refugiaron en sus casas.
El rey Salomón salió de su palacio en el azabache que siempre lo acompañaba. Se protegió con su túnica de capucha y su espada.
—¡Escúchenme bien, hijos de Jerusalén! Hoy no deben temer por sus vidas, ni por sus amigos ni dolientes. Hoy deben saber, que una fuerza más grande que la de mil ejércitos nos protege —decía mientras recorría las filas en su caballo— Y que esa fuerza nos va a llevar a la victoria, ni yo ni ustedes dejaremos que la honra ni el esfuerzo de nuestros ancestros sea pisoteada por unos simples salvajes. Hemos defendido la tierra prometida desde que se nos fue dada. Ahora debemos hacer lo mismo, por nuestros hijos, por nuestros amigos y por nuestras mujeres. Vamos a ganar esta batalla, y así nuestro enemigo sabrá que yo soy el Señor.
Entonces todos se dieron cuenta que aquel discurso era el mismo que David repetía en cada batalla antes de atacar. Pero que el hombre que se los decía, no era ni la mitad de lo que su pastor era.
—¡POR ISRAEL! —gritaron todos.
Así pues, el ejército se dirigió a la entrada de la ciudad.
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Editado: 05.05.2020