El Río de Leche (milkriver)

LA REVELACIÓN

Salomón se dejó caer al piso y descansó. Zamalech fue a donde Salot y lo abrazó.

Fue ahí cuando Salomón se dio cuenta de un detalle, vio la cicatriz en la costilla del otro y aunque estaba cansado, fue hacia él.

—He ganado, Zamalech, y debes cumplir tu parte, pero antes de te vayas, dime ¿Como se hizo esa cicatriz? —preguntó.

—Mi hijo, mi pobre hijo a muerto —lloraba desconsolado.

—Por favor —inhaló fuerzas— Dime cómo se la hizo.

Zamalech le dijo con la mirada perdida.

—Mi hijo nació con una maldición. Vino a este mundo con un cuerpo ajeno en su costado, aquella cosa era un monstruo y con él peligraba su vida. Tuve que cortarlo cuando apenas era un bebé.

—¿Un monstruo, a qué te refieres?

—Nació deforme, no era sano dejarlos unidos.

Salomón se quitó la túnica.

—¿Qué hiciste con el otro?

Zamalech seguía perdido en el suelo, contando la historia con palabras débiles.

—Lo arrojé al río milagroso. Pero sé que está vivo. Porque ese río puede sanar, lo he buscado en cada guerra a la que voy, pero nunca lo he encontrado.

—¿Y por qué lo buscas si al principio lo quisiste muerto? Hipócrita.

—El recuerdo no me deja en paz.

Salomón tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Mírame, Zamalech de la tribu de Benjamín y sé testigo de que al final, la maldición acabó con tu hijo.

Entonces Zamalech volteó y le vio aquella cicatriz. Y después lo vio a los ojos.

—¿Por qué me diste ese destino, padre?

—El monstruo se volvió Rey —dijo incrédulo.

—¿Por qué tuviste que abandonarme? ¿Por qué no solo cortaste el cordón y nos criaste a ambos? ¿Por qué tuviste que llegar a este punto para arrepentirte?

—¡Porque en tu rostro vi al demonio! ¡Porque por tu culpa murió tu madre, porque eras un presagio de la desgracia! —lloró el padre.

Las lágrimas de Salomón escurrieron por su rostro.

—Estuve mucho tiempo creyendo que pertenecía a la casa de Dios, pero ahora sé que mi destino en la tierra no era más que ser engendrado por el demonio. Ya que tú me diste ese destino desde mi nacimiento. Me ignoraste desde que vine a este mundo y si alguien tiene la culpa de esto, de tu caída y de la muerte de tu hijo, eres tú, Zamalech. Ahora abraza tu destino como yo lo hice una vez con el mío.

Zamalech contemplaba a su hijo, cuyo rostro ahora no reconocía.

—Tú nunca sabrás el dolor que causa aceptar tu destino.

Salomón volteó al cielo como si en él algo buscara.

—La noche anterior tuve que asesinar a la única persona que me demostró amor en mi vida. Y todo para cumplir con la profecía, con mi destino. ¿Acaso crees que no sé de dolor? Tantas victorias, conquistas y guerras que ganó tu hijo el monstruo y todas te las perdiste.

—Pero David estaba a tu lado.

—Sí, estuvo a mi lado en cada batalla y me heredó el trono antes de morir. Ahora agradezco que él me haya criado y no una basura como tú.

Zamalech dolió por dentro.

—¿Puedo llevarlo al río? —preguntó.

—No, no puedes. El río es mío.

—Por favor, oh hijo —lloró Zamalech.

Salomón lo vio con desprecio.

—Tú no eres mi padre.

Zamalech vio las marcas tan toscas de piedra en la cara de Salot y no soportó más.

Se levantó con su espada y atacó a Salomón.  Pero éste detuvo la espada con su mano.

—No, tú ya no me harás más daño. Si no me pudiste asesinar cuando era un bebé, no podrás hacerlo ahora.

E hizo el mismo hechizo que con David.

El cuerpo de Zamalech cayó muerto al suelo unos tres metros lejos de Salomón.

La columna de fuego iba bajando poco a poco.

Salomón tomó el cuerpo de Salot y lo subió al caballo de Zamalech y después cabalgó por las calles de Jerusalén hasta el río atrás del castillo.




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