El Río del Amor

capitulo 18

La fiesta del rio

El amanecer llegó lentamente, pintando el cielo de tonos anaranjados y dorados. Isaac se levantó antes que los demás y caminó hacia la orilla del mar. El agua estaba tranquila, casi cristalina, y reflejaba las primeras luces del día como si fuera un espejo inmenso. Mientras respiraba profundamente el aire salado, sintió una energía distinta, como si la isla misma estuviera despierta y observándolo.

Michaëlle lo alcanzó unos minutos después, con una sonrisa serena y un pequeño cesto de frutas frescas.
—Hoy será un día especial, Isaac —dijo—. La comunidad se reunirá para una ceremonia ancestral. Es un momento de memoria y conexión con quienes estuvieron antes que nosotros.

Isaac arqueó las cejas, intrigado. Había escuchado a los ancianos hablar de rituales y tradiciones, pero nunca había presenciado uno directamente. La idea de participar en una ceremonia que unía pasado y presente lo llenaba de curiosidad y respeto.

Caminaron juntos hacia la plaza central del pueblo. Allí, hombres, mujeres y niños se preparaban: algunos recolectaban flores, otros encendían antorchas, y un grupo de ancianos se sentaba alrededor de un círculo de piedras, pintando símbolos con pigmentos naturales sobre la arena. Todo estaba impregnado de solemnidad, pero también de alegría contenida, como si se tratara de una fiesta íntima con los espíritus de sus antepasados.

Isaac observó cómo los niños colocaban caracoles en el borde del círculo, mientras las mujeres disponían frutas, pan de yuca y vasijas de agua fresca en el centro. Michaëlle le explicó en voz baja:
—Cada ofrenda tiene un significado. Los caracoles representan la voz del mar, las frutas la abundancia de la tierra, el pan de yuca el esfuerzo del trabajo humano, y el agua la pureza de la vida.

El sol ascendía lentamente cuando los ancianos comenzaron a cantar. Sus voces eran profundas, cargadas de un ritmo antiguo que parecía vibrar en la piel. Isaac sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. No comprendía todas las palabras —algunas provenían de un dialecto antiguo de la isla—, pero podía percibir la intención: gratitud, memoria, unidad.

Michaëlle tomó la mano de Isaac y lo condujo al círculo.
—Hoy, tú también serás parte de esta cadena —susurró—. Has compartido nuestra vida, nuestro dolor y nuestra alegría. Ahora, los ancestros deben reconocerte como uno de los nuestros.

Isaac tragó saliva, emocionado. Se arrodilló frente al círculo, imitando los gestos de los demás. Un anciano de cabellos blancos y mirada intensa se le acercó. Con voz grave, dijo:
—Hijo del viento y del mar, caminante de tierras lejanas, hoy aceptas la memoria de nuestros abuelos. Que tu corazón aprenda a escuchar sus enseñanzas y que tus pasos respeten la tierra que ahora te acoge.

Luego, el anciano dibujó con ceniza un símbolo en la frente de Isaac. Era un espiral rodeado de líneas que representaban los ciclos de la vida. Isaac cerró los ojos y sintió una corriente de energía recorrerlo, como si verdaderamente algo invisible lo abrazara y le diera la bienvenida.

La ceremonia continuó con cantos y danzas. Los tambores resonaban con fuerza, y los cuerpos se movían en un vaivén hipnótico que imitaba el mar y el viento. Isaac, al principio tímido, poco a poco dejó que la música lo guiara. Se movió junto a Michaëlle, siguiendo el ritmo ancestral, hasta que la frontera entre él y los demás pareció desvanecerse. Era como si todos fueran uno solo, conectados por un pulso común, por una memoria compartida.

Después de horas de canto y danza, el silencio descendió sobre la plaza. Los ancianos se reunieron de nuevo y comenzaron a contar historias. Hablaron de los primeros habitantes de la isla, de las tormentas que habían sobrevivido, de los sacrificios hechos para proteger la tierra. Isaac escuchaba fascinado, consciente de que esas narraciones no eran solo cuentos, sino raíces que sostenían la identidad de la comunidad.

Una anciana se levantó y, mirando directamente a Isaac, dijo:
—Cada generación recibe un visitante que no nació aquí, pero que aprende a escuchar. Algunos vienen del mar, otros del viento, otros del fuego. Tú, Isaac, eres el visitante de esta generación. Lo que aprendas aquí no solo servirá a nuestra gente, sino también al mundo más allá de estas aguas.

Isaac sintió un nudo en la garganta. No se consideraba especial, pero esas palabras le hicieron comprender la responsabilidad que había asumido al unirse a la comunidad.

Cuando la ceremonia concluyó, los habitantes compartieron un banquete. Había pescado asado, frutas tropicales, panes, y bebidas frescas preparadas con hierbas locales. Todos comían y reían, celebrando no solo a los ancestros, sino también la unión del presente. Isaac se sintió completamente integrado, como si un círculo invisible lo hubiera abrazado definitivamente.

Más tarde, mientras el sol se ponía y teñía el cielo de púrpura y oro, Michaëlle llevó a Isaac a un acantilado. Desde allí podían ver el mar infinito y las montañas que rodeaban la isla. El viento soplaba fuerte, pero agradable.

—¿Qué sientes después de la ceremonia? —preguntó ella, observándolo con atención.

Isaac miró el horizonte y respondió:
—Siento que pertenezco a algo más grande que yo mismo. Que no soy solo un viajero perdido, sino parte de una historia que empezó mucho antes de mi llegada y que continuará mucho después.

Michaëlle sonrió y puso una mano en su hombro.
—Eso es lo que significa la memoria de los ancestros. Nos recuerda que cada uno de nosotros es un hilo en un tejido inmenso. Y ese tejido se fortalece cuando lo honramos con respeto y amor.

Ambos permanecieron en silencio, escuchando el rugido del mar. Isaac sabía que la isla seguiría enseñándole, y que cada día sería una oportunidad para crecer y descubrir nuevas facetas de la vida. La ceremonia no había sido un final, sino un comienzo: el inicio de un lazo espiritual con la tierra, con el mar, con los ancestros y con Michaëlle.




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