El corazón de Elena latía con una mezcla febril de miedo y anticipación. Vestía la lencería negra de su tía, el encaje como una segunda piel que apenas cubría su coño húmedo. El misterio y la lujuria eran más fuertes que su instinto de supervivencia.
A medianoche en punto, el susurro regresó. Pero esta vez, no era una amenaza, sino una orden dulce y dominante:
—Baja, Elena. El sótano te espera. Sigue el camino de las velas.—
Elena salió de la habitación. La mansión estaba en completa oscuridad, salvo por una línea de velas rojas que se extendía por el pasillo, un rastro de sangre hacia el sótano. Al pasar junto al reloj de pie, sintió el mismo escalofrío que la noche anterior.
El descenso comenzó. El aire se hizo más frío y espeso. El pasillo de la planta baja estaba decorado con retratos antiguos, pero en lugar de rostros, solo había sombras y la forma de una boca sonriendo.
Al llegar a la puerta del sótano, el olor a humedad se mezcló con un perfume embriagador, a almizcle y a sexo. Las escaleras eran de piedra y húmedas, pero cada tercer escalón tenía un objeto que la hacía temblar.
En el primer rellano, Elena encontró el diario de su tía abierto, y sobre la página, un látigo de cuero trenzado. La tentación era total. Al pasarlo por su mano, sintió el poder y el dolor. Una voz, que ya no era un susurro sino una risa profunda, resonó:
—Tóquese con él, Elena. Sienta el castigo que su Amo le dará. Prepárese para la sumisión.—
Elena no pudo resistirse. Se arrodilló en el escalón y dio un latigazo suave y rápido sobre su muslo desnudo. El ardor fue un recordatorio de su lugar. El miedo se había transformado en lujuria.
Continuó el descenso, su respiración agitada. En el siguiente rellano, no había un objeto, sino un chorro de aceite perfumado que había sido derramado intencionalmente. Al pisarlo, sus pies descalzos se deslizaron, y ella tuvo que apoyarse en la pared.
—Qué traviesa. Ahora, lame su dedo, Elena. El aceite es la unción de mi placer. Pida permiso para terminar de bajar.—
Elena obedeció, lamiendo el aceite dulce y pecaminoso de su dedo. —Amo, por favor... permítame descender. Quiero llegar a usted.
El camino del sótano era un ritual de sumisión antes de que la hubiera conocido. Al llegar al último escalón, el espacio se abrió a una cámara redonda. En el centro, sobre una mesa de piedra iluminada por más velas rojas, un hombre estaba de pie.
Era Lucián Vrolok. Vestido de negro total, su belleza era sobrenatural, sus ojos dos ascuas de oscuridad y dominación. En su mano sostenía el collar de hierro que la tía Isabela había descrito.
—Bienvenida, Elena. Ha elegido el camino de la tentación. Arrodíllese. Y pídame que la posea..
Elena, ya sin voluntad propia, se dejó caer sobre las rodillas. El frío de la piedra se sintió bien contra su piel desnuda bajo la lencería. Su cuerpo temblaba, pero no por el miedo; era la anticipación perversa de la entrega.
—Amo Lucián... —Su voz era un susurro que imploraba.— Por favor, poséeme. Quiero sentir tu castigo y tu control. Soy tuya. Quiero ser la esclava del ritual de medianoche.
Lucián sonrió, una sonrisa lenta que iluminó ligeramente la oscuridad. Dejó el collar de hierro sobre la mesa. Tomó el látigo de cuero que Elena había dejado en los escalones y se acercó a ella.
—La sumisión no es solo una palabra, Elena. Es un juramento. Y el juramento se sella con dolor y con placer. El primer acto es la purificación.
Con un movimiento rápido, el látigo se alzó. No la golpeó. En su lugar, el cuero rasgó la lencería negra que vestía Elena. El encaje cayó en tiras a sus pies. El látigo de Lucián no la desnudó; la desvistió con una orden, completando su humillación.
—Ahora. Arrástrate hasta la mesa. Estarás desnuda. Estarás en la luz de las velas. Y me confesarás el pecado que te trajo a mi mansión. Solo entonces comenzará el ritual.
Editado: 30.10.2025