Tres años después, la Mansión Vrolok no había cambiado. Las sombras eran las mismas, y el aire aún olía a almizcle, humedad y el perfume de la sumisión.
Elena (ahora conocida como la Esclava Vrolok o la Reina de la Medianoche por los iniciados del pacto) se movía con una autoridad fría y elegante. Vestía togas de seda negra, pero nunca llevaba ropa interior, en cumplimiento de la Regla Número Uno. El collar de hierro era su única joya, una marca de posesión que solo se quitaba para el Ritual de Medianoche.
Ella y su tía, Isabela, trabajaban en perfecta sincronía. Isabela, como maestra del éxtasis, se encargaba de la instrucción psicológica. Elena, con el recuerdo aún fresco de su propia iniciación, era la encargada de la selección de la nueva carne. Buscaba en el mundo exterior a aquellos que, como ella, negaban su necesidad de pérdida de control y anhelaban la dominación absoluta.
Una noche de luna llena, en la cámara circular del sótano, Elena se encontraba de pie junto a la mesa de piedra. Un joven, tan escéptico y arrogante como ella lo fue, estaba desnudo y encadenado, temblando de miedo y deseo.
Elena tomó el látigo de cuero y miró al nuevo iniciado. Detrás de ella, en el trono de obsidiana que habían añadido al Ritual, estaba Lucián Vrolok. Su Amo y la fuente eterna de su esclavitud.
—Usted ha venido aquí por la misma razón que todos, mi querido. Buscando la libertad en la sumisión —dijo Elena, su voz grave y seductora.
Levantó el látigo y lo hizo chasquear en el aire. La dominación era el aire que respiraba.
—Ahora, pida el castigo. Pida a su Amo, Lucián, que lo posea. Porque en esta mansión, el miedo es el inicio, y la esclavitud es la eternidad.
Lucián sonrió desde el trono, sus ojos fijos en Elena. Ella le pertenecía. Para siempre. El Ritual de Medianoche continuaría mientras el pacto de sangre fluyera por sus venas.
FIN
Editado: 30.10.2025