El roble

EL ROBLE (RELATO CORTO)

Aún quedaban pequeñas gotas de lluvia deslizándose por las hojas amarillentas y verdosas de ese árbol furtivo. La brisa traía un aroma a vida y el cielo estaba vuelto gris; a lo lejos, sin embargo, se dibujaba una minúscula silueta que parecía un rayo de luz esperanzador.

Si me siento en esta mecedora y miro por la ventana blanca me siento tan grande… tan pacífica; a pesar de los millones de desórdenes emocionales que cruzan de vez en cuando por un corazón aborrecido y entumecido de desdichas. Peleando con esas circunstancias, me hice minimalista en la observación, y así lo vi.

Un gran roble: eminente, fuerte, absolutamente impenetrable. Solo con mirarlo sentía un revuelo; quería ser como ese gigantesco carballo. Con el paso de los días y los acontecimientos matutinos, me costaba ojearlo seguido: a veces olvidaba que convivíamos, día tras día, frente a frente. Tal vez fue irónico: cuanto más pasaba el tiempo, más lejos me sentía de ese pequeño hueco donde revelaba las fotografías de los buenos instantes que, por pura casualidad, se habían cruzado en mí. No me preguntes si me dolió.

El tiempo no espera. El pensamiento revoloteaba como aquellos pájaros al atardecer mientras volvía a mi humilde morada; era irrevocable el deseo de volar lejos, tomar un tren, quizá un barco —incluso ir a pie—, pero lejos. En esa playa soleada que me imaginaba, en armonía con la soledad, no me dolía venir. No sé si perdía la cordura o si el roble perdía sus hojas.

La vida se compone de casualidades. Un día, por pequeñas cosas del mundo, me tocó ser portadora de un programa con varios individuos más. No sé si se trataba de salir de una cárcel simbólica, pero si así fuera, bienvenido sería. Mientras en sus pequeños computadores —extranjeros extrovertidos y de buen carácter— anotaban los nombres de casi veintinueve institutos, todos con al menos diez estudiantes, lo vi. Como obra del destino, mi mirada encontró unos ojos negros, tan profundos que se podría divagar en ellos buscando el secreto que ocultan las ventanas de su alma.

Quizá mis procesos subconscientes estallaron y solo su retrato quedó fijado en mi memoria. No imaginas las incomodidades que ese suceso me provocó: sudor en las manos, arrebatos sonrientes; todo saltaba en el pequeño auditorio. Lo contemplé sin remedio, como antes contemplaba aquel magnífico árbol.

Los días se volvían casi nulos mientras mi corazón revoloteaba cerca de esos hoyuelos preciosos. Mis pasos se hicieron tenues, imprecisos, descoordinados; si lo sentía a varios centímetros, una conmoción me subía a la garganta, la misma que sentía al ver caer las hojas del roble.

Pero, como todo, llegó el día fatídico. Las concepciones sobre el amor se contradecían en un bello ir y venir; justo después de un nostálgico mediodía, a lo lejos se veía una impetuosa tormenta, como la que estaba a punto de desbocarse dentro de mí en segundos. La cobardía me tentó a retroceder; era muy seductora. Respiré profundo para calmar la congestión en la garganta y, cuando estuve a centímetros de su rostro esculpido, recibí la bala perdida más dolorosa: un paso atrás mío que me arrancó una fibra del alma.

Y fue así, sin más preámbulos: una cabellera con rizos dorados y unos labios que, para mis celos obstruidos, eran descuidados. Se plasmaron en esos encarnados labios —los mismos que alguna vez me dieron ilusión y que hoy me arrebataban como viento a hoja.

Suspiré. No quedaba otra que redimir esos revuelos interiores y sumergirlos en el mar del olvido, enterrarlos como las grandes raíces de aquel árbol. “Al final no hubo pérdida”, decía una voz de consuelo en mi interior; pero sí la hubo: la esperanza y un poco de sueño se fueron con él.

Unas hojas quebradizas crujieron bajo mis pasos; la calle parecía bañada en ellas. La coincidencia fue cruel y el peor temor se confirmó: el roble eminente, impenetrable, encantador, estaba desolado. Ramas gruesas, color gris, se dispersaban por todos lados; igual que mi alma. Gotas fúnebres cubrieron la escena mientras los demás ignorantes limpiaban esos pequeños trozos de esperanza. Me pregunté si alguna vez fue realmente tan fuerte, tan imponente, o si, como muchos seres andantes, solo ocultaba lo frágil tras un espejismo exterior. Entretanto, las lágrimas se confundían con la tempestad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.