El romance perfecto

XXIII

Veintinueve de septiembre… 

 

- Es coña.- murmuró.

- Me parece que no.- Mar mira con preocupación a su novio. Erik, a mi lado, intenta con todas sus fuerzas contener la risa.

- Creo que tenemos que empujarlo.- el ceño fruncido de Yago, muestra lo poco que le gusta la idea.

- ¿Empujarlo?- chilla su amigo.

- Sí, Erik. Empujarlo. ¿Acaso está sordo? ¿O tanto meterte mano en la parte trasera de mi coche te ha afectado?

Al momento, me hundo en el asiento intentando desaparecer. 

- Eres un imbécil.- contesta Erik saliendo del coche.

Mar, que no ha dicho nada, pero mira a su novio con los ojos como platos, y yo, salimos detrás de ellos. Las dos ruedas traseras se han atascado  a unos metros de llegar a nuestras casas de madera. 

Me quedo ensimismada con las vistas qué hay desde aquí. Árboles y montañas enormes, rodean todo el camping. Nuestras respectivas cabañas están muy alejadas de la piscina, el bar y las tiendas de campaña que hay más abajo.

- Mocosa. Echamos un cable, anda.

- Voy. Lo siento. Me he quedado…

- Atontada.- responde por mí. Como respuesta choco mi hombro con el suyo al pasar por su lado.

- Vale, a la de tres empujamos los cuatro.- gruñe Yago, claramente cansado de todo el viaje conduciendo.

 

Después de ducharnos y quitarnos todo el barro de encima, ordenamos, Erik y yo en una casa y la pareja en la otra, todo lo que tenemos en el coche. Nadie me había avisado de que el pelinegro y yo estaríamos en el mismo bungalow. Aunque a mí no me importa, pasar tiempo con él, me gusta.

- Mocosa.- me llama desde detrás- Vamos a comer.

Engancho mi dedo con el suyo y nos dirigimos hacia donde están Yago y Mar. En cuanto los dos amigos se miran, el que va a mi lado me suelta la mano. Tal y como hizo la última vez en Bellvitge. Lo dejo pasar y me siento en la terraza de la caseta de Mar.

- Me encanta este sitio, cuando acabemos de comer podemos salir a dar una vuelta, ¿no, Na?

- Sí, claro.- sin embargo, me da miedo hablar con ella y que me haga ver eso que tanto estoy ignorando.

La comida transcurre con tranquilidad. Hablamos de nuestras cosas, de la universidad y de nuestras familias. 

Al recoger los platos me tumbo en la hamaca que hay en el césped y me relajo tanto que creo haberme dormido en algún momento. Los párpados me pesan cuando abro los ojos. El sol sigue alumbrando fuerte, así que dudo haber dormido mucho. Miro hacia arriba incorporándome y veo a Erik mirando hacia el frente, apoyando los codos sobre la balaustrada de la casa, Yago a su lado, se fija en su novia que le está sonriendo sentada en la misma silla que donde comió. Si hace unos años me hubiesen dicho que ahora mismo esta sería mi situación, me habría carcajeado en su cara hasta llorar. Parece surrealista que finalmente toda aquella gente que me decía que iba a desperdiciar mi vida, se está tragando sus palabras. Ahora es cuando más siento que estoy viviendo mi vida. Gracias a estos tres y a su manera de aceptarme, aunque alguno le costó más que a otro. La imagen de Erik me viene a la cabeza y como si pudiera leerme la mente, noto que se tumba encima de mí apoyando su cabeza en mi pecho. Sin decir palabra alguna me rodea la cintura con una mano y la otra la apoya en mi estómago. Acarició su nuca sin ser consciente de lo que hago. Él empieza a repiquetear, a un ritmo constante, sus dedos sobre mí. Me cuesta un rato darme cuenta de que sus golpecitos van a compás con mi corazón. Es entonces cuando ambas cosas se aceleran, tanto mi ritmo cardíaco como sus movimientos. Suelto una risita y él de inmediato levanta su cabeza hacia arriba. Sus ojos me penetran y veo más allá de él.

 




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