El ronroneo del puma

1.

Yuma se encaramó de un salto en el borde del contenedor de basura. Ya había anochecido y el vaho salía de su boca como si de una chimenea se tratara.

 

El frío del mes de enero era más intenso en aquel claro al final del bosque, donde comenzaba la carretera que llevaba a la ciudad. Desde allí, Yuma veía las luces encendidas y captaba los sonidos del tráfico con su fino oído felino.

 

Observó un momento los edificios aglomerados en la lejanía, sumergidos en una neblina gris, y luego se lanzó de lleno a la tarea de revolver entre las bolsas. Hacía días que no pasaba por los contenedores y se preguntaba qué tesoros habrían desechado los humanos.

 

Sus manos, acostumbradas a aquella actividad, se movían con agilidad. Rasgó un par de bolsas y observó su contenido por encima, sin ver nada interesante. Se pasó los dedos por su revuelto cabello negro, acarició de forma inconsciente el amuleto de huella de puma que todos los tupi llevaban y sus ojos, grandes y redondos como los de un gato, se detuvieron sobre un objeto de color rojo brillante. ¡Vaya! Un coche diminuto imitando a uno de los vehículos que usaban los humanos. Lo cogió con avidez y lo olisqueó como era costumbre entre los de su clan. Su nariz chata analizaba los olores con la precisión de una prueba científica. Lo escondió rápidamente en la bolsa de piel que llevaba anudada al cinturón. Sonrió en la oscuridad, contento con su hallazgo, y saltó del contenedor con una agilidad asombrosa.

Ahora debía irse, se acercaba la hora de cenar y pronto le echarían de menos en el clan. Pero antes debía pasar por su escondite secreto para dejar el cochecito con el resto de objetos sacados de la basura.

Yuma tocó el bulto que hacía el cochecito en la bolsa y, satisfecho, avanzó hacia los árboles para volver a casa cuando su fino oído escuchó un sonido desconocido para él. Era como el maullido de un gatito, débil, muy débil, como si sonara amortiguado por algo. Se acercó de nuevo a los contenedores y olisqueó en el aire. Había comenzado a helar y pensó en olvidar el sonido e irse cuando volvió a escucharlo. Procedía de uno de los contenedores, estaba seguro. Volvió a encaramarse en uno de ellos y comenzó a rebuscar entre las bolsas. Puede que fuera un cachorro de gato. Si lo dejaba en el contenedor moriría y si lo llevaba al clan, quién sabe, quizá le permitieran quedárselo, al menos hasta que creciera y fuera capaz de sobrevivir por sí mismo. A medida que escarbaba, el gemido era más claro. Ahora ya no le parecía el maullido de un gato, es cierto que sonaba casi igual, pero algo le decía que no era así. Yuma comenzó a temblar de emoción y antes de levantar las bolsas que cubrían el cuerpecito y sentir una punzada en el pecho, ya sabía lo que se iba a encontrar. Era un bebé humano.

Ahora su llanto sonaba a pleno pulmón. Yuma lo observaba expectante. Acercó su nariz pero no percibió ningún olor ¡Qué extraño! Los humanos olían a lo lejos. Al acercarse al rostro del bebé, éste dejó de llorar y alargó una manita hacia él. Yuma se retiró asustado. El bebé insistía con la manita alargada y Yuma acercó su propia mano. Instintivamente, el bebé agarró fuerte su dedo meñique.

 

—¡Eh! —protestó Yuma. Y al oír su voz, el bebé sonrió y de su boquita salieron unos gorjeos que entusiasmaron a Yuma. Volvió a acercar su rostro al bebé y repitió— Eh, eh, eh...

 

El bebé se reía. Alargaba la manita al aire y sus ojos bizqueaban. Golpeó un par de veces la medalla redonda de madera con la huella de puma tallada que caía sobre su carita. El amuleto tupi se bamboleaba en el aire. Lo había tallado su padre antes de que él naciera, como era costumbre entre ellos. Yuma permaneció un rato a su lado, indeciso. ¿Cómo había llegado hasta allí? A él, que era un niño a punto de cumplir seis años, le costaba muchísimo reconocer la evidencia. Alguien lo había tirado allí, como tiraban todas aquellas cosas que él coleccionaba. Pero aquello no era un juguete, era un ser que tenía vida. Léndula tenía razón, sin duda la humana era la peor raza del mundo. Pero aquel bebé era un bebé humano y a él no le despertaba odio. Durante un segundo pensó en llevárselo. Le enternecía su carita, su sonrisa... pero era imposible, era un humano, por bonito que a él le pareciera. Además, no podía decir a su familia que lo había encontrado mientras revolvía en los contenedores del límite del bosque. El bebé gorjeó y Yuma volcó su atención en aquella carita. El corazón se le encogía al pensar en dejarlo allí solo, hambriento, bajo la helada noche. ¿Qué iba a hacer? Ojalá no lo hubiera encontrado, pensó. Ojalá no hubiera ido nunca a aquel lugar.

Absorto en el rostro del bebé, totalmente embelesado con él y sus ojitos, de pronto se percató de lo tarde que era al oír acercarse el camión que descargaba de basura los contenedores. Se estremeció al recordar cómo el camión elevaba los contenedores, los volcaba en su interior y aplastaba la basura. Sin pensarlo más, cogió al bebé entre sus brazos y lo sacó del contenedor. Piensa Yuma, piensa, se decía a sí mismo. Dejarle morir era la última opción, llevarle con él la más tentadora, pero demasiado complicada.




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