El ronroneo del puma

2.

Yuma avanzaba a gran velocidad por el bosque.

Quería llegar a la pequeña cavidad en la que escondía los pequeños tesoros de los humanos que encontraba en los contenedores. La cavidad se había formado bajo un árbol al provocarse un pequeño derrumbamiento de tierra que había dejado su raíz al descubierto. Allí escondía Yuma todos los objetos que encontraba mientras rebuscaba en la basura de los humanos. Aquel era su lugar secreto, su altar, la parte que el clan no conocía de él. Tenía allí multitud de chucherías que llamaban su atención, pero que no podía compartir con los de su clan porque no podían descubrir que vagaba hasta los contenedores, ya que aquel era un territorio prohibido para el clan porque era frecuentado por humanos y, por tanto, altamente peligroso para Yuma o cualquier otro Tupi. Aunque Yuma sabía que su padre, Kasa, a veces se acercaba en busca de objetos que su madre adoraba, como peines o espejos. Él nunca lo confesaba cuando Yuma le preguntaba de dónde los había sacado, siempre los había encontrado por ahí, por el bosque, seguramente perdidos por descuido de alguna muchacha, decía. Yuma hacía como si lo creyese y se cuidaba muy bien de asegurarse de que su padre no estaba rondando por los contenedores cuando él iba a ir. Aprovechaba cuando su padre y su primo Namid, que ya tenía doce años, salían a cazar. Ni siquiera su primo conocía los tesoros de Yuma. Namid ya podía acompañar a su padre a cazar mientras él, como mucho, podía pescar en el arroyo que corría cerca de su guarida. A veces sentía celos de su primo, al que los padres de Yuma habían criado como otro hijo más después de la muerte de sus proios padres. Yuma sabía que habían tenido algo así como un accidente, pero a nadie le gustaba hablar de aquello y mucho menos con él, que sólo era un niño.

Ser un niño no era más que una desventaja, le dejaban fuera de todo. Si al menos pudiera quedarse con aquel bebé...

Le dejaría hacer todo aquello que el clan le había negado a él. Le llevaría a todas partes, compartirían juegos, secretos. La mente de Yuma iba cada vez más lejos.

Redujo la velocidad al acercarse a su cueva particular y recorrió el terreno con sus ojos de puma, redondos y enormes. Ya había oscurecido, pero sus retinas captaban mucha más luz que la de los humanos y, eso, le permitía ver relativamente bien en la oscuridad. Husmeó el ambiente, entreabrió la boca y dejó que entrara el aire y con él cualquier olor y, cuando se sintió seguro, depositó suavemente al bebé en el suelo y rebuscó en su bolsita el cochecito rojo. El bebé lloriqueó, seguramente al notar el frío de la noche, alejado ahora del cuerpo de Yuma. Éste dejó rápidamente el cochecito con el resto de objetos humanos y acudió de nuevo junto al bebé. Se agachó a su lado y recibió un leve puñetazo del puño del pequeño que le hizo reír. Comenzó a hacerle carantoñas, atrapado por aquellos ojos que casi le resultaban mágicos.

Pensó en lo que le contaría al clan cuando llegara con el bebé. No podía decir que lo había encontrado en los contenedores. Diría que había escuchado su llanto entre los arbustos que rodeaban el arroyo cuando volvía a casa "Algún humano despistado que lo olvidó" pensó recordando lo que siempre decía su padre. Podía explicarles que le había parecido muy cruel dejarlo allí para que muriera congelado o devorado por una alimaña y que por eso lo había llevado al clan con él. En realidad, no era del todo una mentira, sólo ocultaría dónde lo había encontrado. Le daba mucho miedo pensar en su madre, Léndula, con ese odio descarnado hacia los humanos. ¿Qué pensaría del bebé? No dejaba de ser uno de ellos. Con el tiempo crecería y quién sabe...

Puede que ella le odiara de inmediato, o puede que si lo tomara en brazos, si viera esos ojos...

Estaba tan ensimismado en sus pensamientos mientras acariciaba el rostro de la pequeña criatura, que no fue hasta el mismo instante en el que cogió al bebé de nuevo en brazos y se iba a girar para marcharse cuando sintió el olor; un olor que reconocería en cualquier parte, un olor que para él podía ser la diferencia entre la vida y la muerte y que, ahora, por su intensidad, antes de girarse, ya sabía que quien lo desprendía estaba justo tras él.

Se volvió con rapidez, de forma innata, apretando al bebé contra su pecho y con un sentimiento de pánico inundando su cuerpo. Sus ojos encontraron los del humano, que le miraba. Entonces vio reflejados en ellos el estupor, la sorpresa, pero no le pareció que tuviera miedo. Comprobó que era el guardabosques, aunque eso ya lo sabía porque conocía muy bien su fragancia. No le dio tiempo a más. Le regateó con agilidad e inició la escapada dejando al hombre tras él. Éste se quedó petrificado, luego se giró y le observó huir por el bosque.

—¡Por dios! ¿Qué clase de criatura eres tú? —le escuchó gritar— ¿Qué llevas ahí? ¡Es un bebé, un bebé humano!




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