El ronroneo del puma

3.

El guardabosques había terminado de cenar y decidió salir a dar una vuelta porque el aire frío parecía aliviarle. Era como si su corazón estuviera inflamado y el frío le devolviese un poco a su tamaño normal, como si lo congelase y, así, durante unos minutos, le protegiera contra aquel sentimiento de vacío y tristeza que siempre le acompañaba.

Fue él quien solicitó aquel destino apartado y solitario cuando el antiguo guardabosques se iba a jubilar.

Quería apartarse de todo y de todos, sabía que se había convertido en un bicho raro para los demás, que le invitaban a estar con ellos sabiendo que no iba a aceptar, porque él no era compañía para nadie. No entendía por qué se esforzaban en animarle, él no quería estar animado, no podía, y si creían que era un desagradecido creían bien, porque él no les agradecía aquellos gestos. Los detestaba, quería que le olvidasen, que no le hablaran, que hicieran como si se hubiera vuelto invisible y no estuvieran esperando continuamente que volviera a sonreír. Quería que dejaran de repetirle que la vida sigue, que no había vuelta atrás, que tenía que tirar para adelante. Quería morirse.

Sólo toleraba la compañía del Tocho, un hombre enorme que apenas pronunciaba palabra y al que no parecía preocuparle en absoluto que los demás tampoco lo hicieran. Es más, no parecía preocuparle en absoluto la desgracia del guardabosques. La desgracia de Manuel desde aquel día en que su mujer, embarazada de su primer hijo, se encontraba en el lugar equivocado, en el momento más inoportuno y recibió el único balazo que se disparó en el atraco a aquella gasolinera.

Manuel se había quedado dormido en aquel mismo instante, el tiempo parecía haberse detenido. No podía ser. "Eran las tres y media de la tarde" se repetía continuamente "¿Quién atraca a mano armada una gasolinera a las tres y media de la tarde?" Cuando le vio la cara al asesino, con aquella media sonrisa creyó que él también había muerto. No sabía cuántas noches había pasado sin dormir, sin comer, sin lavarse ni hablar con nadie. Cuando su madre abría con su propia llave la puerta de la casa de Manuel, él ni siquiera se enteraba.

Se preguntaba cuándo iba a llegar el momento en el que desaparecieran aquellas insoportables ganas de llorar, aquel nudo en la garganta, aquel peso en el pecho.

Luego se preguntaba cómo se hacía para vivir cuando uno se daba cuenta de que aquella sensación no iba a desaparecer porque él no quería que desapareciera, porque sentía que eso sería como relegar a su mujer y a su hijo, aún no nacido, al olvido.

Llegó el día en que tuvo que incorporarse de nuevo al trabajo. No soportaba la idea de dar pena y se dio de bruces con un grupo de plañideras. No sabía dónde esconderse, cómo esquivarles y, al final, cuando se cansaron de tratar de animarle en vano, terminó como compañero del Tocho, el que no hablaba, el que parecía no preocuparse de nada. Y, sin embargo, fue el Tocho el que un día, así como quien no quiere la cosa, le contó lo del guardabosques de aquel lugar aislado y solitario que se iba a jubilar.

Era un puesto en una cabaña de un bosque con apenas actividad. Bastaba con un guardabosques para llevar a cabo un trabajo rutinario en el que el contacto con otros humanos era prácticamente inexistente.

A Manuel se le llenaron los ojos de lágrimas. Había comprendido que aquel hombre que no hablaba y no parecía preocuparse por nadie le estaba cediendo el traslado que durante tanto tiempo él mismo había estado esperando. Eran como dos almas gemelas, solo que la de Manuel estaba herida y Tocho se ofrecía a lavarla y curarla un poco.

Cenaron juntos la noche antes de que Manuel se fuera a ocupar su nuevo puesto. Apenas hablaron, pero supo por las palabras del Tocho que el hombre que se jubilaba era algún tipo de familiar suyo. Parecía ser que era un hermano soltero de su madre, el mismo hombre que le había inculcado a él el amor hacia los bosques y hacia aquel trabajo.

Se dieron la mano a la puerta del restaurante y cada uno se fue por su lado.

A día de hoy, Manuel nunca le había estado tan agradecido a nadie. Su nuevo puesto era como un bálsamo para él. Estar sólo en aquella cabaña, en aquel bosque, sin ningún tipo de contacto humano salvo el del día al mes que hacía compras en la ciudad, o el encuentro casual con alguno de los escasísimos excursionistas por el monte, era lo mejor que le podía haber pasado.

Antes de la muerte de su esposa su vida había sido todo lo normal que puede ser la vida de una persona que no ha tenido grandes problemas. Una familia que le quería, que le había arropado, gracias a la que no le había faltado de nada.

Una infancia feliz, una adolescencia alocada dentro de unos límites, no muchos pero sí cuatro o cinco amigos íntimos hasta que comenzó su relación con la que sería su mujer. Una mudanza por su trabajo, un período de adaptación, la enorme noticia de ir a ser padre y, entonces, sucedió aquello.

El mundo se detuvo, el dolor lo llenó todo sin dejarle espacio más que para respirar a duras penas y notar cómo le ardían los pulmones.




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