Cuando Manuel despertó temprano en la mañana, lo primero que hizo fue levantar su almohada y comprobar si el cochecito rojo que había recogido la noche anterior seguía allí. Así era. Le dio unas vueltas en sus manos y, sin darse cuenta, sonrió como hipnotizado por el objeto.
Se sentía extrañamente bien, y desayunó como no había hecho en mucho tiempo antes de volver a adentrarse en el bosque.
Paseó despacio hasta la cueva osera y la bordeó hasta llegar al terraplén formado por el derrumbamiento que había dejado la raíz del árbol al descubierto. Allí estaban todos aquellos objetos acumulados.
Manuel recorrió los alrededores con la vaga esperanza de volver a ver a aquel ser tan extraño: igual que un humano por la espalda pero con aquel peculiar rostro felino tan hermoso.
La criatura en su mente se había convertido en un ser bello. Recordaba la expresión asustada de su rostro y cómo había abrazado al bebé como si quisiera protegerlo. No, él no creía que quisiera dañarle pero ¿de dónde lo había sacado? ¿Qué iba a hacer con él? Aquel ser parecía un niño, lo que llevaba a Manuel a imaginar que habría más criaturas como él pero adultas.
Cuando Manuel había llegado a aquel puesto, aún pasó cuatro días con el antiguo guardabosques. Se llamaba Román y era tío de Tocho. Al contrario que éste, hablaba mucho, pero era más bien como una charla consigo mismo. No esperaba respuestas, de hecho, no preguntaba nada personal. Manuel no se encontraba incómodo con él y, a menudo, se preguntaba si también hablaría sólo antes de que él llegara.
La noche antes de irse, sentados a la mesa después de cenar, Román le ofreció un puro a Manuel. "Celebra mi jubilación conmigo" le dijo. Román aceptó el puro y los dos fumaron un rato en silencio hasta que Román comenzó a hablar.
—Para mí va a ser como si no me jubilara ¿Sabes? Me traslado a un viejo molino que voy a acondicionar como casa. Me lo ha vendido un amigo, está a las afueras del valle de Cosia, casi en pleno bosque, como esta cabaña. Allí volveré a estar aislado, solo, lejos de la gente —en ese momento miró a Manuel y sonrió.
— Aunque tal vez allí también me acompañen los hombres puma — dijo como quien no quería la cosa. Manuel tardó un segundo en reaccionar y, luego, miró a aquel hombre que hablaba como para sí.
—¿Quién? —preguntó no muy convencido.
Le parecía que el viejo había dejado caer aquel comentario sólo para contarle una locura. El hombre había soltado aquello esperando precisamente que pasara lo que acababa de pasar, que Manuel le preguntara y así le diera pie a contarle aquella historia.
Román se acercó mucho a Manuel y, de pronto, bajó el tono de voz, como si alguien pudiera escucharles, lo que acentuó aún más la impresión de Manuel de que aquel hombre se había trastornado.
—Sé que vas a pensar que estoy loco —comenzó—, pero aquí, en este bosque, viven unas criaturas que tienen rostro y fuerza de puma.
Volvió a echarse hacia atrás y contempló a Manuel esperando encontrar en su rostro alguna mueca de burla, al no encontrarla pareció animarse.
—Hace tiempo me tropecé con uno de ellos. Lo encontré tendido en el suelo. Le había mordido una víbora. Me acerqué a él con mucho miedo, pero mi curiosidad era aún mayor y verle sufrir me angustió.
Manuel permanecía en silencio, tratando de ser racional, pero aquel hombre hablaba tan seguro de sí. "Lleva demasiado tiempo solo" pensó para sus adentros, "puede que yo mismo termine así algún día".
—Le ayudé. Ya sabes que en el botiquín hay lo necesario para ese tipo de picaduras. Y se salvó. Lo sé porque volví a verlo en un par de ocasiones más. Las dos veces me hizo un gesto de agradecimiento, una incluso me entregó esto —le mostró un colgante de madera con una huella de puma tallada— antes de huir. Sé que son una familia entera, no sé dónde se esconden, ni me interesa. Jamás me han molestado, no les temas, sólo quieren preservar su forma de vida. Huyen de nosotros —miró a Manuel y volvió a sonreír— no me extraña —masculló.
Los dos se quedaron en silencio. Román dio por terminada la historia al ver que Manuel no le hacía ninguna pregunta. Quién sabía, quizá sintió que le juzgaba o simplemente no quería o no tenía nada más que contar.
Los dos hombres se acostaron, cada uno pensando en sus cosas. Román en su viejo molino y en todos los arreglos que tendría que hacer, lo cual le mantendría ocupado durante una buena temporada. Manuel dando vueltas a la historia de los hombres puma, hasta quedarse dormido y soñar con una pistola que se disparaba a las tres y media de la tarde.
Por la mañana, el viejo guardabosques metió sus escasas pertenencias en su land rover, le dio la mano a Manuel, le invitó a visitarle cuando quisiera y se alejó conduciendo de la cabaña que había sido su hogar durante más de veinticinco años.