El ronroneo del puma

7.

Seis meses después de haber visto a Yuma y al bebé humano, Manuel se plantó delante de la puerta de Román sin avisar.

Al llegar al valle de Cosia, se encontró con un pueblo pequeño y agradable, de viejas casas de piedra y con una población cuya edad media oscilaría entre los cincuenta y cinco y los ochenta años. De inmediato Manuel entendió la elección de su antiguo compañero, más aún, cuando tuvo que seguir desplazándose otros quince kilómetros por un camino rudimentario, lleno de polvo y piedras, hasta dar con un viejo molino.

Al bajarse del coche, el sol del mediodía le dio de pleno en la cara y Manuel se hizo visera con una mano mientras se acercaba al molino. Se veía que Román había encalado la fachada, pintado la madera de las viejas ventanas y retejado a trozos, pero el molino mantenía su estructura original.

No se sorprendió cuando nadie contestó a su llamada. Paseó alrededor del molino. Descubrió un pequeño cobertizo con leña y una vieja bicicleta de paseo; alguna herramienta descuidada y unas botas de pesca rodaban por el suelo entremezcladas.

Manuel terminó de investigar los alrededores y, aburrido, decidió ir un poco más allá. No caminó mucho. Apenas se adentró en el bosque dio con el río que bajaba de la montaña y encontró a Román, caña en mano. Este hizo un gesto de sorpresa al verle.

—Tú por aquí, esta sí que es buena —exclamó.

Cambió la caña de mano y le ofreció la que dejó libre a Manuel.

—¿Vacaciones?

—Eso es —dijo Manuel agitando la mano de Román.

Le encontró bien, le pareció que estaba tranquilo, feliz.

—¿Cómo estás? —le preguntó él, como si hubiera leído sus pensamientos.

—Bien —contestó Manuel. Román sonrió y le puso una mano sobre el hombro.

—Espero que hayas venido a quedarte unos días, necesito charlar con alguien —se rió.

—Bien, aunque ya sabes que no soy un buen conversador.

—Mejor, tengo mucho que contar —replicó Román.

Le empujó ligeramente y fueron caminando hacia el molino. Román le hablaba de alguno de los animales que había avistado en el bosque, plantas extrañas, lugares con vistas maravillosas.

—¿Algún hombre puma? —preguntó de pronto Manuel.

—Vaya, no pensé que serías tan directo. No, aún no —contestó.

Llegaron al molino y Román cambió totalmente de conversación enseñándole emocionado los arreglos que había hecho.

—¿Has visto el pozo? —le preguntó. Manuel negó con la cabeza—. Mira, lo excavé aquí atrás.

Era directamente un hoyo en el suelo, tapado por una tapa hecha de maderas. La levantó del suelo y los dos hombres se asomaron y vieron reflejados sus rostros en el agua. A Manuel le pareció que él había envejecido más que Román.

—¿Qué hay del Tocho? —preguntó Manuel apartándose del agujero.

—Ahí va —se limitó a decir Román—. Ven, vamos dentro.

Dentro había, literalmente, menos que fuera. La planta de abajo era toda un andar, sin separaciones, únicamente un cubículo de unos dos metros cuadrados en cuyo interior había una taza de baño y un agujero en el suelo que servía de desagüe para una ducha rudimentaria. Una mesa, cuatro sillas y dos taburetes, una cama deshecha, una cocina de gas portátil, una alacena cargada de cacharros...

—Puedes dormir en la planta de arriba si quieres un poco de intimidad —dijo Román—. Eso sí, en un colchón sobre el suelo; es todo lo que tengo.

—Me vale —contestó Manuel. Y era cierto. No le molestaba en absoluto. No creía que hiciera falta nada más para vivir. Todo lo que necesitaba para vivir hacía tiempo que se lo habían quitado.

Mientras Román preparaba algo de comer, Manuel fue al coche a buscar su bolsa de viaje. Había metido un poco de todo, porque no conocía el clima de la zona. Luego, con las sábanas y mantas que Román le dio, se preparó su colchón en la planta de arriba, una especie de trastero sobre un suelo de madera. Comprobó sorprendido que había luz eléctrica. Luego bajó de nuevo y compartieron unos chorizos hervidos en vino, un poco de queso y unos cafés cargados de coñac.

Cuando terminaron los cafés cargaron los vasos sólo con coñac y salieron fuera. Se sentaron en dos sillas que sacaron del molino, las pusieron a la sombra y Román le ofreció un puro a Manuel como en la noche de su partida.

—No puedes rechazármelo, esto hay que celebrarlo —se rió y esperó a que Manuel encendiera el suyo—. Y ahora dime ¿A qué has venido?




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