El ronroneo del puma

15.

Once años después de su encuentro con Yuma, Manuel sintió que su vida volvía a tener sentido. Se había pasado once años preguntándose si no estaría buscando a un fantasma, a un ser creado por su imaginación después de que un compañero de trabajo le hubiera contado una historia increíble, o, en el mejor de los casos, se había pasado aquellos once años buscando a un ser que se había ido lo más lejos posible el mismo día que él le había descubierto.

Ahora, frente a los dibujos pegados en una de las paredes de la cabaña y observando el vacío que había dejado el cochecito, sabía que aquel ser existía y no sólo no se había ido, sino que, incluso, había estado mucho más cerca de lo que él habría podido imaginarse nunca.

Sintió un escalofrío al pensar que había estado allí esa misma noche, en su casa, quién sabe, quizá hasta le hubiera tocado. Manuel se llevó una mano a la cara y se acarició una mejilla, áspera de la barba de un par de días. Sonrió al vacío y siguió soñando despierto. Ahora, aquel ser ya no podía ser un niño. Habría crecido, se habría vuelto más fuerte y, al fin, había vuelto a buscar lo que era suyo. ¿Habría venido solo? ¿O le habría acompañado el bebé humano? Ahora ya tendría once años. ¿Sería un niño o una niña? Manuel pensó que, tal vez, aquel ser estuviera enfadado con él por haberse llevado el cochecito. O, tal vez, sólo intentara llamar su atención, hacerle saber que seguía vivo y en el bosque. Si tuviera alguna forma de comunicarse con él ¿cómo hacerle saber que sólo quería conocerle y saber del bebé humano? Lo que ya no podía poner en duda era que el ser no tenía ninguna intención de hacerle daño, si fuera así ya se lo hubiera hecho.

Se preparó un café bien cargado y se sentó a la mesa mientras daba vueltas en su cabeza a la idea de cómo podría hacer para comunicarse con aquel ser. Dejar comida no servía de nada, pues los animales lo devoraban todo. Ya había probado a dejar algunas herramientas que él pensaba podían serle útiles en el bosque, pero no había obtenido ningún resultado. Román le había dicho que no tenía nada que hacer, que sólo les vería si ellos querían que les viese y aquel no parecía ser su caso.

—Tienes de dejarles vivir tranquilos, si no se irán, eso si es que no se han ido ya.

— ¿Y el bebé humano?

Román se encogió de hombros.

—Tal vez no lo viste bien. Dices que lo llevaba envuelto. O quizá de bebés no tienen tan marcados sus rasgos felinos.

—No —negaba Manuel—, estoy seguro de que era humano.

—Entonces le cuidarán, no le harán daño, de eso no me cabe la menor duda.

Manuel había vuelto muy deprimido después de la charla con Román. Durante meses había hecho largas batidas por el bosque en busca del menor indicio sin obtener resultado alguno. Finalmente, se rindió, pero nunca dejó de pensar en ellos.

Comenzó a dibujar. Por las noches, cuando era incapaz de dormir o despertaba sudando de aquellas pesadillas que volvían a asediarle, se sentaba a la mesa y comenzaba a dibujar a aquel ser, sus ojos felinos, su expresión asombrada, sus brazos rodeando al bebé humano.

Con el tiempo se atrevió a imaginarlo con más años, como debería ser en la realidad y el bebé humano se convirtió en una hermosa niña, porque así era como él la veía en su cabeza.

Cuando oía ruidos fuera de la cabaña, o el canto de un pájaro le recordaba la risa de un niño, imaginaba que eran ellos, que estaban fuera esperando a que él saliera y, más de una vez, atravesaba la puerta con el paño de secar los cacharros en la mano y la sonrisa se le quedaba helada en la cara cuando descubría que fuera no había nadie.

Comenzó a dejar abierta la puerta de la cabaña por si venían y él no estaba, y llegó un momento en que no la volvió a cerrar más.

Once años era mucho tiempo pero, para él, el tiempo se había detenido en los ojos de aquel ser. Cogió el taco de folios lleno de dibujos y los fue pasando uno a uno, deteniéndose de vez en cuando, volviendo a acariciarse la mejilla o recorriendo con la vista su pequeña cabaña mientras veía al chico caminando en la oscuridad mientras curioseaba entre sus cosas. Al terminar de pasar todos los dibujos volvió a empezar de nuevo y sus ojos se fijaron en la numeración escrita cuidadosamente en el borde inferior derecho, uno, dos , tres, cuatro... treinta y uno, treinta y tres. Así que no sólo se había llevado el cochecito... Repasó una y otra vez los dibujos para asegurarse de cuál era el que faltaba y, cuando estuvo seguro, sonrió y se acarició la mejilla una vez más.

 




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