El ronroneo del puma

28.

Si a Ona la hubieran dicho que iba a sentir a convivir con una humana se hubiese reíd, pero si además le hubieran dicho que iba a sentir celos hacia ella, jamás se lo hubiera creído.

Sin embargo, empezó a sospechar que era así cuando le empezó a doler oír el nombre de Cala en los labios de Yuma, incluso antes de haberla conocido en persona. Mientras aún estaba en el clan de su propia familia ya ese nombre le producía un sentimiento confuso y adverso. El brillo en los ojos del muchacho cuando hablaba de ella no era el mismo que el de cuando hablaba de cualquier otro miembro de su clan.

Luego, las cosas fueron aún a peor cuando tuvo frente a ella a aquella muchacha menuda, con su cabello castaño, los ojos claros, límpidos, y una boca pequeña pero de labios carnosos. Era hermosa. No era de su raza, pero por más que quisiera engañarse no podía dejar de pensar que era hermosa.

"Yuma es como un hermano para ella" se dijo entonces, pero le bastó observarla un poco para ver cómo le miraba. ¿Es que nadie más lo veía? ¿Era efecto de sus celos?

Trató de mantenerlos alejados todo el tiempo que pudo y, finalmente,, claudicó cuando les vio hablar en el arroyo y Yuma la besó en la mejilla.

Ona pensaba en todo aquello mientras seguía el camino que Yuma le había enseñado. Quería llegar hasta la raíz de aquel árbol que escondía los tesoros secretos del chico. Recordarlo no era difícil para ella porque tenía el sentido de la orientación tan desarrollado como cualquier otro tupi. No tardó en alcanzar el lugar y una vez allí se detuvo jadeante.

Yuma la había elegido a ella como esposa, pero su corazón ya estaba ocupado. Se sentía traicionada, pero era una tupi luchadora y no pensaba dejar que nada ni nadie influyera sobre su felicidad.

Había dicho que iba al arroyo y no podía tardar en dar la vuelta o levantaría sospechas. Miró el agujero del árbol pero contuvo sus ganas de curiosear. Ya habría tiempo para aquello. Luego levantó la cabeza y miró en la dirección que Yuma le había dicho que se encontraba la cabaña del guardabosques. No conocía la distancia exacta, pero por lo que Yuma le había contado, no debía estar muy lejos.

Extremó las precauciones, aspiró aire por la garganta analizando el más mínimo olor que pudiera haber a su alrededor y avanzó entre la maleza hasta que ésta comenzó a desvanecerse y llegó a un claro desde el que podía ver la cabaña.

Ona se detuvo y sonrió complacida. ¿Dónde estaría el guardabosques? A Ona no le hacía gracia salir a campo abierto. Sabía que el guardabosques no la alcanzaría jamás si ella salía corriendo pero le parecía correr un riesgo excesivo. Se quedó allí plantada observando la cabaña, sin apreciar ningún movimiento. El tiempo iba pasando y Ona comenzó a ponerse nerviosa, tendría que dar la vuelta y dejar su plan para otro momento. Estaba a punto de marcharse cuando una idea acudió a su cabeza. Recogió un par de piedras del suelo y tiró una a la cabaña. Esperó. Nada. Tiró la segunda y de nuevo no pasó nada. Sin duda, el guardabosques no se encontraba en la casa. Aún así recogió otra piedra y la tiró con rabia dando de lleno en una ventana y rompiendo el cristal. Ona se asustó de su propia osadía y, entonces, vio al hombre acercarse a la ventana.

Ona se quedó inmóvil en el sitio. Él abrió la ventana, observó el cristal roto y luego miró hacia el exterior. Ona parecía una estatua parada entre los árboles que anunciaban la entrada al bosque. Los ojos del hombre se cruzaron con los de ella y los dos permanecieron quietos.

"¿No va a intentar atraparme?" se preguntó Ona. Le pareció que había pasado mucho tiempo cuando, por fin, el hombre se alejó de la ventana y le vio abrir la puerta de la cabaña.

Ona respiraba excitada. Estaba incumpliendo la primera regla de los tupi. Estaba frente a un humano. Pero, pensándolo bien ¿acaso no vivía con una?

Pensó que se sentiría más atemorizada ante aquel humano, no era el primero que veía, pero sí el primero que la veía a ella.

Ona se volvió y se introdujo en el bosque, pero rebajó tanto su velocidad natural que en apenas treinta segundos el hombre ya había vuelto a divisarla. Ona apretó la velocidad para mantenerse a salvo en todo momento, y así le llevó hasta el árbol de la raíz desenterrada. Allí Ona se detuvo. Esperó a que el hombre apareciera entre los árboles.

Él lo hizo al momento y se detuvo en su carrera. Comenzó a caminar lento hacia ella, como si fuera un animal más del bosque al que no quisiera asustar.

Ona observó su cabello, con algunas canas. Vio sus arrugas, su piel curtida por el viento y el sol. Tenía los ojos tristes, y no pudo evitar pensar que le recordaban a los de Cala.

Sin pensarlo le señaló con el dedo índice y él se detuvo del todo. Luego se señaló a sí misma y finalmente al suelo. Después saltó flexionando las rodillas y quedando suspendida un segundo en el airee con un solo impulso felino, por encima del terraplén, y desapareció de la vista del humano a toda velocidad.




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