El ronroneo del puma

32.

—¡Eso es mentira! — gritó Cala fuera de sí.

Yuma acababa de echarle en cara que no había ido a buscar a Ona al arroyo y les había mentido a todos. Ellos mismos se encontraban en el mismo lugar en el que Yuma había encontrado a Ona.

Cala se había asustado cuando Yuma se había acercado a ella sujetándola de un brazo le había dicho que fuera discreta y le acompañara, que tenía que hablar con ella.

Para sus adentros, Cala había imaginado mil conversaciones en el corto trayecto entre la guarida y el arroyo, pero en ninguna Yuma la acusaba de haber mentido.

— Estaba aquí mismo, Cala —rugió Yuma—, ya basta de mentiras.

—Yo no miento— se defendió Cala. Resopló muy cerca de él, como un pequeño toro enfurecido. A fin de cuentas ella no era capaz de bufar como los tupi.

— Entonces miente mi mujer ¿no? Eso es lo que estás diciendo ¿verdad?

Era la primera vez que Cala le oía llamarla mujer y sintió una punzada en el pecho. De repente, todo se había vuelto en su contra y ella se había convertido en la mala. No podía entender cómo había llegado a aquel punto, ella y Yuma habían sido prácticamente la misma persona durante muchos años y ahora estaban a miles de kilómetros de distancia ¿Qué les había pasado?

—Yo sólo sé que estuve aquí y no la vi —dijo Cala.

—Pues yo sólo sé que Ona no tiene ninguna razón para mentirme — contestó Yuma.

—Y yo sí, ¿verdad? —preguntó Cala al borde del desmayo por la impotencia que sentía.

—Eres tú la que se muestra hostil con ella —dijo Yuma—, me dijiste que no estabas cómoda cuando estabas con ella, tal vez no te apetecía verla y preferiste decir que no estaba aquí sin venir a comprobarlo —ironizó.

Cala notó que le ardían los ojos y de nuevo se sintió débil y estúpida. Estaba claro que Ona había mentido a Yuma y ahora era ella la que quedaba por mentirosa. Que las lágrimas brotaran no significaría para él otra cosa más que una señal más de que mentía. Sin embargo, al ver el estado en el que se encontraba y que no contestaba, Yuma pareció ablandarse.

—Cala, eres mi hermana y te quiero... —comenzó a decir, pero Cala le interrumpió de golpe. Sus ojos llorosos ahora se llenaron de odio y, a Yuma, le pareció que escupía cada una de las palabras.

—No soy tu hermana y tú lo sabes. No quiero que vuelvas a decirme algo así, no quiero que vuelvas a hablarme más de lo imprescindible, no te acerques a mí, no me toques, olvídame. Si no quieres creerme no lo hagas. Yo hace tiempo que dejé de confianzar en ti —se giró y volvió al clan.

Al llegar fue hasta el lecho de Sasa se abrazó a ella y estuvo llorando un buen rato mientras la muchacha la arrullaba como si Cala fuese su verdadero bebé. Luego estuvo observando cómo Sasa le daba de mamar al pequeño Azca y luego ella misma le durmió en su regazo.

A partir de ese momento no volvió a dirigirle la palabra a Yuma. Léndula murmuraba para ella cuando les veía cruzarse evitando mirarse.

Min negaba con la cabeza y no decía nada, pero pensaba en cuánta razón tenía su marido en todo lo que decía y también en lo que no le llegó a decir a nadie más que a ella antes de partir a un mundo mucho más tranquilo que este en el que le había dejado a ella tan sola.




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