El ronroneo del puma

35.

Cala se dejó resbalar por la pared embarrada y aterrizó junto al hueco que dejaba la enorme raíz desarraigada de un árbol.

 

Ona ya estaba abajo, por supuesto, y le hizo a Cala un gesto para que esperase. Metió la mano en el hueco y comenzó a sacar objetos que dejaba caer al suelo. Cala se agachó a su lado y comenzó a amontonar los objetos mientras los miraba extasiada. Ona, terminó de vaciar el hueco y se volvió hacia Cala que, arrodillada, acariciaba los objetos y los pasaba de una mano a la otra. Ona la observaba.

Cala no podía creerse que Yuma no hubiese compartido algo así con ella. Cada objeto era como una puñalada a su autoestima, a su confianza en Yuma.

— ¿Reconoces alguno? —preguntó Ona de forma misteriosa.

—No, ya te dije que nunca me enseñó nada de esto —dijo Cala sin entender a qué venía aquella pregunta.

—Pero ¿no te suenan? ¿no te recuerdan nada? —preguntaba Ona ansiosa.

—¿Qué habrían de recordarme? —preguntó Cala.

La actitud de Ona le parecía tan extraña que comenzó a sentirse asustada y arrepentida por haber infringido las normas. A fin de cuentas, aquellos objetos no valían nada, no tenían tanto valor como para haber infringido una norma, haber desobedecido a todo el clan y haberles puesto a todos en peligro. Cala suponía que lo único que la había impulsado a cometer aquella insensatez había sido su ansia de descubrir que Ona le estaba mintiendo, que aquel lugar no existía y que Yuma nunca habría tenido secretos para ella. Ahora se encontraba allí y sabía que nada de lo que quería creer era cierto.

Pero ya estaba, no había más. Aquel lugar estaba prohibido, Yuma no se lo había inventado, el resto del clan también se lo habían recalcado durante toda su vida. Hacía poco que Yuma le había confesado su verdadero origen y el motivo por el cual los límites se había acortado hasta aquel lugar.

Cala ataba cabos. Yuma escondía allí todos aquellos objetos y un día la había encontrado a ella, como una de aquellas cosas que escondía y por eso habían prohibido que se acercaran por allí. Prefirieron no volver por el lugar en el que Yuma la había encontrado, tal vez temían que ella tuviese algún tipo de recuerdo aun siendo tan pequeña cuando la habían encontrado.

¿Era eso lo que pretendía Ona? ¿Qué ella recordase algo anterior a su entrada en el clan? ¿Algo relacionado con su verdadera madre, la que la abandonó?

— ¿Quieres llevarte algo?— preguntó Ona con una sonrisa triunfal en los labios sacando a Cala de sus cavilaciones.

—No... — murmuró Cala derrotada. Debía reconocer que Yuma le había escondido aquel lugar.

—Yo no diría nada —susurró Ona—, Yuma se enfadaría mucho si supiera que ahora conoces su secreto.

Su sonrisa se hizo más amplia y caminó unos pasos en dirección a Cala pero, de pronto, se detuvo, todo su cuerpo tenso, las aletas de su nariz en movimiento, sus ojos fijos en algún punto tras la espalda de Cala.

Y entonces su sonrisa se amplió aún más. Una sonrisa que denotaba un triunfo verdadero, un triunfo deseado como ningún otro.

Saltó de golpe, como si tuviera un muelle gigante bajo los pies. Flexionó las rodillas y saltó por encima de Cala, sin llegar a rozar la pared embarrada y salió corriendo sin más, adentrándose en el bosque.

Cala sintió pánico. Un escalofrío recorrió su espalda, y el sonido de una rama al partirse tras ella la decidió a girarse para enfrentarse a lo que más temía. Se giró aún arrodillada en el suelo y sus ojos se encontraron con otros ojos ¡como los suyos! Su rostro observaba otro rostro con sus mismos rasgos, ojos más redondeados y pequeños, nariz prominente... ¿Qué significaba aquello? Era como en sus sueños, pero ahora no soñaba ¿o sí? Todo era tan extraño, ella allí, en un lugar prohibido, Ona huyendo y aquel ser, aquel ser tenía que ser un humano.

Se puso de pie muy despacio, mientras seguían observándose. El hombre permanecía muy quieto, pero su cuerpo también estaba en tensión. Cala respiró agitadamente y, soltando un grito, salió corriendo. Sin embargo ella no era una tupi y no había recorrido ni diez metros cuando el hombre la alcanzó. Ella forcejeaba y el hombre la derribó al suelo y la inmovilizó sujetándola por las muñecas.

—Tranquila, no tengas miedo —repetía sin cesar, pero Cala movía su cuerpecito bajo el peso del hombre y trataba de zafarse a toda costa.

— ¿Quién eres? —preguntó el hombre.

Cala no podía ni hablar. La cabeza le daba vueltas, en su mente tenía la imagen de Ona huyendo. La había engañado bien. La había llevado hasta allí y luego la había abandonado y dejado que la capturara aquel humano.

—Por favor, no me temas —suplicó el hombre.

Cala se detuvo en su forcejeo y comenzó a sollozar mansamente. Todo se había perdido. Ya no le importaba nada. Aquel humano podía hacer con ella lo que quisiera, ya no le importaba.




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