El Rostro Prestado. Libro I

Capítulo 1: Cristales Rotos

La música pulsaba en el aire, vibrando como una corriente eléctrica que conectaba a los cuerpos en la pista de baile. Alba se dejaba llevar por el ritmo. La mente de la chica, estaba envuelta en el calor de las luces estroboscópicas y el alcohol que corría por sus venas. El vaso en su mano se balanceaba al ritmo de baile.

Era su zona de confort: el caos controlado de los boliches, donde podía perderse sin preocupaciones. A lo lejos, vio a un chico observándola, pero lo ignoró. Prefirió enfocándose en la siguiente canción que el DJ acababa de mezclar.

De pronto, el chico apareció frente a ella. Tenía ropa impecable y deseo en sus ojos. La miró con una sonrisa que parecía un desafío.

—¿Me acompañas? —dijo, sin suavizar el tono.

Alba lo miró con desprecio. No estaba de humor para aguantar a ningún dominante.

—No. —Respondió con frialdad, dando un paso atrás.

El chico alzó una ceja.

—No te estoy rogando.

Antes de que la chica pudo reaccionar, tomó su mano, tirando con fuerza. Alba con un tirón fuerte logró soltarse.

—¡¿Qué te pasa?! —le gritó ella.

El chico borró la sonrisa. Su cara se transformó en furia.

—¿Sabes quién soy yo? —gruñó y la empujó.

Alba perdió el equilibrio.

El impacto contra el piso fue duro.

El vaso que llevaba en la mano se estrelló contra el piso en mil pedazos. Alba soltó un grito ahogado. Miró la palma de su mano. La sangre comenzó a chorrear mezclándose con el cristal roto y el alcohol derramado.

Un murmullo recorrió la pista, pero nadie intervino.

De repente un hombre corpulento apareció de la nada. Tenía un traje oscuro. En su cara había calma y peligro.

—¡Tu! —dijo señalando al chico. Lo empujó atrás con un movimiento calculado—. Fuera de acá.

El chico trató de decir algo ofensivo, pero la mirada del guardia lo desarmó. Con un gruñido, se alejó y se perdió en la multitud.

El guardia se agachó y ofreció su mano a Alba.

—Señorita, vamos.

Alba, aún aturdida, aceptó su ayuda. Él la levantó con cuidado, evitando los cristales esparcidos. Miró la herida de su mano.

—Está sangrando. Hay que desinfectarlo.

Con paso firme, el guardia la guió fuera del boliche. El frío de la noche la golpeó a Alba, despejándole un poco la cabeza. Un auto de lujo, negro y brillante, esperaba en el estacionamiento. El guardia abrió la puerta trasera y la ayudó a entrar.

En el interior, el aire estaba impregnado de cuero caro y perfume.

Alba se dejó caer en el asiento relajada.

El hombre sacó un pequeño botiquín de primeros auxilios.

—Esto va a arder un poco —advirtió, sosteniendo un algodón empapado en antiséptico.

Alba hizo una mueca al sentir el ardor en su palma, pero no dijo nada. Observó al guardia mientras trabajaba con precisión, envolviendo su mano con una venda limpia.

—Me alegro verte Juan —dijo la chica finalmente, —llegaste justo a tiempo.

El hombre no levantó la vista.

—No llegué recién. Estuve todo el tiempo allí observándola. Es mi trabajo.

—¿Mi padre te paga bien por hacer eso?

El guardia alzó la mirada por un breve instante, pero no respondió. Cerró el botiquín y se giró hacia el chofer, que esperaba en silencio frente al volante.

—A la casa.

El motor rugió suavemente. El auto se deslizó a la oscuridad de la noche. Alba apoyó la cabeza en el respaldo, observando la ciudad pasar a toda velocidad por la ventana.

Sentía que algo estaba fuera de lugar, como si la noche hubiera dado un giro que no lograba entender.

Pero era solo el comienzo. Algo mucho más grande estaba en movimiento, y Alba apenas empezaba a ser consciente de eso.




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