El Rostro Prestado. Libro I

Capítulo 3: Estrategia de silencio

El encierro comenzó a pesarle a Alba como una cadena invisible. La mansión, a pesar de su lujo y su amplitud, se sentía opresiva, como si las paredes se cerraran lentamente sobre ella. Durante los primeros dos días, su rabia fue su única compañera. Caminaba de un lado a otro de su habitación, lanzando insultos al aire y desquitándose con quien se cruzara en su camino.

—¡No necesito nada de ti! —le gritó a María, una de las mucamas cuando le ofreció el almuerzo.

—¿Cuánto te pagan por ser un perro de mi padre? —le espetó a uno de los guardias cuando se negó a dejarla salir al jardín.

Incluso el personal de cocina sufría su temperamento. Cuando le llevaron la cena una noche, simplemente la tiró al suelo, dejando que los platos rotos.

—¿Por qué no le llevan esto a mi querido padre? Seguro le encanta el control hasta de mi comida.

Pero mientras la rabia la mantenía activa, también la desgastaba. Alba, finalmente, comenzó a reflexionar. Sabía que el camino del enfrentamiento directo no la llevaría a nada. Su padre era un hombre terco y autoritario, y estaba claro que estaba dispuesto a doblegarla por cualquier medio. Si quería ganarle, tendría que ser astuta.

***

Al tercer día, Alba despertó con una nueva determinación. Caminó hasta el espejo de su habitación y se miró con atención. Su cabello estaba alborotado, su rostro mostraba el cansancio de los días anteriores, pero sus ojos brillaban con una chispa de desafío.

—Si este es un juego, voy a jugarlo a mi manera —murmuró para sí misma.

Se pasó la mañana observando discretamente a los guardias y al personal de la casa. Se dio cuenta de que Héctor había elegido a hombres leales, pero también vio que algunos de ellos parecían más relajados que otros. Uno en particular, un joven de unos treinta años llamado Juan, parecía menos rígido que el resto. Alba decidió que él sería su mejor opción para comenzar.

***

Esa tarde, mientras Juan vigilaba el pasillo cerca de su habitación, Alba salió con pasos medidos, sosteniendo su abdomen y con una expresión de incomodidad.

—¿Todo bien, señorita? —preguntó Juan, observándola con curiosidad.

Alba dejó escapar un suspiro débil y se apoyó contra la pared, fingiendo que el dolor era insoportable.

—No... creo que no. Me siento mal. Es... algo en el estómago.

Juan caminó hacia ella.

—¿Quiere que llame a alguien?

Alba levantó una mano, deteniéndolo.

—Solo quiero que me lleven a la doctora Sari. Avísale a mi padre.

Juan dudó por un momento, pero finalmente asintió.

—Voy a informarlo y a ver qué puedo hacer.

—Gracias, Iván —dijo Alba, con un leve toque de agradecimiento en su tono.

Volvió a su habitación y cerró la puerta con cuidado. Su corazón latía con fuerza. Había plantado la primera semilla. Ahora solo necesitaba esperar y jugar bien sus cartas.

En su interior, Alba sabía que esto era solo el comienzo. Si lograba encontrarse con la doctora Sari, tendría una oportunidad para elaborar su plan. Lo que vendría después aún era incierto, pero una cosa era segura: no estaba dispuesta a quedarse atrapada por mucho más tiempo.




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