Al día siguiente Alba y Rina estaban frente a un espejo en la habitación de Alba, ambas observando sus reflejos. Parecían mellizas. Alba, con una mirada crítica pero complacida, examinaba cada detalle de Rina, mientras que Rina, al igual que una extraña en su propio cuerpo, no dejaba de mirarse con asombro y una sombra de inseguridad. El rostro que veía no era el suyo, pero a la vez lo era, y la incomodidad de la transformación se mezclaba con la creciente ansiedad por lo que vendría después.
—Parece que todo salió bien—dijo Alba, su tono de voz cargado de una satisfacción que parecía casi enferma, como si estuviera probando el éxito de un experimento.
Rina no respondió, no podía. Solo continuó mirando su reflejo, sin saber si estaba viendo una versión mejorada de sí misma o una prisión.
De repente, el sonido del celular interrumpió el silencio. Era de Alba. La chica sacó el teléfono del bolsillo, se fijó en la pantalla y vio el nombre de su padre.
Por un momento, un impulso la hizo querer contestar, pero al instante cambió de opinión. Sin decir nada, extendió el celular a Rina.
Rina tardó dos segundos en salir del asombro. Después lo tomó con los dedos temblando un poco. Alba la observó, y un destello de aprobación cruzó su rostro cuando vio cómo Rina se preparaba para asumir el papel de Alba.
La chica imitó su tono y su manera de hablar con tal precisión que, por un segundo, Alba se sintió como si estuviera viendo a sí misma.
—Hola, papá, —dijo Rina, su voz grave, segura y cortante, como si fuera una extensión de la misma Alba. —Sí, ya estoy lista.
Cortó la llamada y miró a Alba.
—El auto llega pronto. —dijo Rina sin mostrar emoción en su tono.
Alba sonrió con satisfacción. Rina había hecho bien. Estaba a la altura de la tarea.
Héctor, al otro lado de la línea, le informó que el auto ya estaba en camino para buscarla. Rina, sin perder el ritmo, le agradeció con breves palabras y cortó la llamada de manera decidida, casi con desdén, como si fuera la propia Alba.
Cuando el teléfono se apagó, Alba se echó a reír, con una sonrisa torcida de orgullo.
—Lo hiciste bien, —dijo, mirando a Rina con una mezcla de condescendencia y admiración.
Rina, aunque había interpretado el papel perfectamente, no pudo evitar sentirse como una marioneta. Su corazón latía rápidamente en su pecho, pero no lo mostró. La chica que miraba al espejo ya no era solo Alba, era también un reflejo de ella misma, una versión perdida que comenzaba a tener dudas sobre la identidad que estaba forjando.
Alba, como si nada hubiera ocurrido, le entregó a Rina una bolsa de viaje llena de ropa. También le dio su billetera, con tarjetas de crédito, identificación y todo lo necesario para poder pasar por la vida de Alba sin levantar sospechas.
Rina la miró con curiosidad.
—¿Por qué no guardas las tarjetas? —preguntó, frunciendo el ceño, sin entender por qué tenía que cargar con todo eso.
Alba suspiró con una sonrisa calculada, como si estuviera explicando algo básico.
—No puedo, —respondió. — Mi padre revisa los resúmenes. Si compras algo y después no lo tienes en casa, él se daría cuenta. O si yo hago una compra, y su hija..., —hizo una pausa, mirándola detenidamente, — está en la casa en ese momento, habrá una incongruencia de tiempo. El padre siempre lo notaría.
Rina asintió lentamente, procesando lo que Alba le decía. El control sobre cada detalle era asfixiante, pero era la única manera de mantener la apariencia perfecta. Una vida de mentiras. Un mundo de manipulaciones cuidadosamente tejidas.
Alba le entregó las tarjetas con una sonrisa fría, como si no le importara en absoluto que Rina fuera la que tuviera que cargar con las huellas de su vida. Era una prueba, un paso más en el proceso de asimilación. Pero algo en el rostro de Rina indicaba que no estaba completamente segura de la vida que la esperaba.
Sin decir más, Alba dejó la habitación, dejando a Rina con la carga de las tarjetas y la ropa. Mientras Rina se quedaba allí, mirándose en el espejo, una sensación extraña se apoderaba de ella. Podía ver la figura de Alba frente a ella, pero al mismo tiempo, era ella quien estaba tomando el lugar de esa persona. Era un juego peligroso, uno que quizás ya no pudiera controlar.
Que ahora el juego la controlaba a ella.