Apenas Rina entró a su habitación volviéndose del restaurante donde estuvo con Sergio, empezó a sonar su celular.
El nombre "Dra. Sari" apareció en la pantalla, y una sensación de alarma se encendió en su interior. La doctora había sido amable y profesional durante su recuperación, pero algo en el tono de su voz le pareció diferente esta vez.
—Rina, necesitamos hacer un chequeo postoperatorio. Es importante que pases por la clínica cuanto antes.
Rina accedió, pensando que sería algo rutinario.
Al día siguiente avisó a Héctor y se dirigió a la clínica con la confianza de que la Dra. Sari solo estaba cuidando de su salud. Al llegar, la doctora la recibió con una sonrisa.
— ¿Cómo te sientes? —preguntó mientras la revisaba minuciosamente. —Todo parece estar en orden. No hay molestias ni signos de rechazo. Eso es muy bueno.
Rina sintió un alivio inmediato. Pero entonces, el semblante de la Dra. Sari cambió.
—Hay otro tema que necesitamos discutir —dijo con un tono más serio. —Alba me prometió pagar los costos de tu operación, pero no lo ha hecho. Ahora tú debes cubrir ese monto. Son trescientos mil.
Rina quedó paralizada.
— ¿Qué? —exclamó, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.
La doctora no mostró compasión.
—Si no pagas, me veré obligada a informarle al padre de Alba sobre el intercambio. Y sabemos que Héctor hará lo imposible por encontrar a Alba. Tal vez incluso la perdone y lo tome como una travesura. Pero tú, Rina, acabarás en la cárcel. Y conociendo a Héctor, no lo pasarás bien.
Rina sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. A pesar del miedo, se obligó a mantener la compostura y adoptar el papel de Alba.
—Pagaré —dijo, endureciendo la voz. —Pero necesitaré tiempo.
La Dra. Sari entrecerró los ojos. —Tienes dos semanas. Es más fácil de lo que crees, considerando que estás en el rol de Alba.
Rina intentó protestar, pero la doctora no cedió. La presión era palpable cuando Rina abandonó la clínica. Cada paso que daba se sentía más pesado que el anterior. Necesitaría un plan, y rápidamente.
***
El aire en la oficina de Héctor estaba cargado de la tensión que acompañaba a cada decisión importante. Las paredes, decoradas con diplomas y fotos de reuniones de negocios, parecían observar a Rina mientras ella hablaba. Sentada frente al escritorio de su padre, intentaba controlar su respiración.
—Papá, faltan cuatro meses para que empiecen las clases en la universidad —dijo, tratando de sonar casual—. Estoy aburrida, y quiero ir aprendiendo algo útil. Un oficio o algo así.
Héctor levantó la vista de los documentos que revisaba. Su ceño se frunció levemente, pero en sus ojos había un destello de interés.
—¿Qué te interesa aprender? —preguntó, dejando a un lado su pluma.
Rina había ensayado este momento. Sabía que no podía parecer demasiado ansiosa.
—Algo tranquilo. No sé, algo como contabilidad. Siempre he sido buena con los números, y creo que podría ser útil en el futuro.
Héctor se reclinó en su silla, evaluando sus palabras. Después de un momento de silencio, asintió lentamente.
—Podría ser una buena idea —admitió—. Tenemos un puesto temporal en el departamento de contaduría. Te pondrás al día con los procesos básicos. Nada complicado, solo ayudar con los registros y los balances.
Rina sonrió, aunque por dentro su corazón latía con fuerza. Era justo lo que necesitaba.
—¡Gracias, papá! Prometo que no te decepcionaré.
Héctor la observó con una expresión que mezclaba orgullo y precaución.
—Espero que no. Es un trabajo serio, Rina. Aquí no hay margen para errores ni juegos.
Rina asintió con firmeza. Pero mientras su padre retomaba su trabajo, ella no podía evitar que un pensamiento sombrío se colara en su mente: si la descubrían robando, él podría enviarla a la cárcel. Pero al mismo tiempo, conocía a Héctor. Sabía que no sería capaz de hacerlo, ¿o no?
Al día siguiente, Rina llegó a la empresa vestida con una blusa blanca impecable y una falda formal. Era temprano, y el bullicio de la oficina apenas comenzaba a despertarse. Héctor había cumplido su palabra, y la recepcionista ya tenía las indicaciones para dirigirla al departamento de contaduría.
—Señorita Rina, por aquí —dijo la mujer con una sonrisa profesional, guiándola por un largo pasillo.
El departamento de contaduría estaba lleno de escritorios organizados meticulosamente, con computadoras y pilas de papeles. Rina fue presentada a Carla, la supervisora, una mujer de mediana edad con una mirada aguda y movimientos rápidos.
—Así que eres la hija del señor Héctor —dijo Carla, estrechando su mano con firmeza—. Aquí no hay favoritismos. Trabajarás como cualquier otro.
—Lo entiendo perfectamente —respondió Rina, esforzándose por parecer segura.
Durante las primeras horas, le asignaron tareas sencillas: ingresar datos en hojas de cálculo, organizar facturas y verificar balances. Era un trabajo monótono, pero justo lo que Rina necesitaba. Observó cómo los sistemas internos funcionaban, tomando nota mental de los puntos vulnerables.
A medida que avanzaba el día, la ansiedad comenzó a mezclarse con una sensación de peligro. Cada vez que alguien pasaba cerca, temía que se dieran cuenta de sus intenciones. Pero también había algo excitante en el riesgo. Sabía que no podía fallar. Necesitaba ese dinero para pagarle a la doctora. Y también sabía que, si la descubrían, no habría vuelta atrás.
Cuando el reloj marcó las cinco, Rina recogió sus cosas. Al salir de la oficina, lanzó una última mirada al departamento de contaduría. Había sido su primer día, pero ya podía ver las oportunidades. Era solo cuestión de tiempo antes de que pusiera su plan en marcha.