El Rostro Prestado. Libro I

Capítulo 30: La Trampa de Lefevre

El eco de la noticia resonó en la oficina de Héctor como una sentencia de muerte. Su abogado, Licenciado Romero, acaba de entregarle un informe que lo hizo hervir de furia. Lefevre, la serpiente más astuta que había conocido, le había tendido una trampa en el último contrato de la empresa. Héctor se dio cuenta que fue la venganza por el rechazo del casamiento de Alba con el hijo de Lefevre.

—¿Cómo diablos pudo pasar esto? —rugió Héctor, golpeando la mesa de caoba con el puño cerrado.

Romero, sentado al otro lado, intentaba mantener la calma.

—El contrato tenía una cláusula escondida, una enmienda que aparentemente usted aprobó. Según esta, los fondos de la empresa se redirigieron a cuentas asociadas con actividades ilícitas. Lefevre lo tiene todo documentado, Héctor. Si esto llega a manos de las autoridades…

Héctor lo interrumpió.

—¿Preso? ¿Estás diciendo que puedo ir preso por culpa de esa rata?

El abogado asintió lentamente.

—Es una posibilidad real si no encontramos una solución inmediata.

Héctor tomó el teléfono y marcó el número del contador de la empresa. Apenas el hombre respondió, Héctor ladró:

—Ven a mi oficina ahora mismo.

El contador llegó minutos después con una expresión denotando una mezcla de ansiedad y preocupación. Al entrar, Héctor ya estaba de pie, recorriendo la habitación como una bestia enjaulada.

—Lefevre nos hundió —dijo Héctor sin preámbulos—. Necesito que revises todas las cuentas y encuentres una forma de desmontar esto.

—¿Y si no hay forma? —preguntó el contador.

—Tiene que haberla —interrumpió Romero—. Lefevre es inteligente, pero su codicia puede haber dejado rastros.

Los tres hombres se sentaron alrededor de la mesa, analizando documentos, evaluando números, buscando un resquicio legal o una falla en el plan de Lefevre. La tensión en la habitación era palpable, como si el aire mismo conspirara en su contra.

Después de una hora, Héctor se reclinó en su silla con la mente girando a otro problema que ahora parecía insuperable.

—Y esto llega en el peor momento —dijo, más para sí mismo que para los otros—. Ya era suficientemente difícil convencer a Alba de casarse con el hijo de Wang, y ahora esto.

—Si Wang se entera del problema con la empresa… —comenzó Romero.

—…no va a querer saber nada de nosotros —terminó Héctor, apretando los dientes.

Se hizo un silencio denso. El matrimonio entre Alba y el hijo de Wang era clave para salvar la empresa y mantener a flote sus negocios, pero ahora esa posibilidad se desmoronaba rápidamente.

Héctor se levantó de golpe, apoyando las manos en la mesa.

—Escuchen bien. Busquen soluciones. Lo que sea. Sobornos, falsificaciones, contactos con jueces. Pero esto tiene que desaparecer antes de que Wang lo descubra.

Los ojos del abogado y el contador se encontraron por un breve instante. Sabían que estaban en aguas turbias, pero cuando se trataba de Héctor, lo turbio era el estado natural.

Héctor sirvió un trago de whisky e hizo un gesto a los dos hombres que pueden irse.

***

El silencio en la casa era casi tangible. Alba estaba sentada en el sofá, con el control remoto en una mano y una expresión de aburrimiento en el rostro. La televisión parpadeaba frente a ella mientras cambiaba de canal sin prestar atención a lo que pasaba en la pantalla. Nada lograba captar su interés.

—Esto es un desastre —murmuró, tirando el control a un lado.

Sus ojos recorrieron la habitación, deteniéndose en la ventana por donde entraban los débiles rayos del sol. El día transcurría monótono, y la ausencia de Noel solo hacía más evidente el vacío en su rutina. De repente, una idea se encendió en su mente.

Tomó su celular, deslizando los dedos por la pantalla con rapidez. Entró en varias aplicaciones, escaneando precios y opciones. Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa cuando encontró lo que buscaba.

—Perfecto.

Pasaron las horas, y cuando la tarde comenzó a caer, Alba terminó de arreglarse. Llevaba un vestido que hacía tiempo no usaba, uno que resaltaba su figura y que había comprado antes de que las cosas empezaran a ir cuesta abajo. Se miró en el espejo, satisfecha con el resultado.

Noel llegó minutos después. Al abrir la puerta, encontró a Alba esperándolo en la entrada, con una sonrisa que no veía desde hacía días.

—Vaya, alguien está de buen humor hoy —dijo, dejando su mochila en el suelo.

Alba se acercó y lo tomó del brazo.

—Y esta noche será aún mejor. Vamos a un boliche.

Noel frunció el ceño, confundido.

—¿Un boliche? ¿Con qué dinero?

Alba ladeó la cabeza, sin perder la sonrisa. Pero Noel notó algo extraño en la sala. Giró hacia el lugar donde siempre estaba el televisor y, en su lugar, solo encontró los cables colgando de la pared.

—¿Dónde está el televisor? —preguntó.

Alba dio un paso atrás, cruzando los brazos con actitud desafiante.

—Lo vendí.

El rostro de Noel se endureció.

—¿Estás bromeando?

—No es para tanto. Estaba viejo, y no lo necesitamos —respondió ella—. Además, con lo que gané, podremos divertirnos un poco.

Noel apretó los puños, tratando de contener su enojo.

—¿Divertirnos? ¿En serio? ¡Ese televisor era lo único que teníamos para distraernos aquí!

—¿Distraernos? —replicó Alba, levantando la voz—. ¿Eso es lo que quieres? ¿Pasar el resto de nuestras vidas aquí, aburridos, viendo programas basura? No puedo vivir así, Noel. Necesito algo más.

—¿Y crees que vender nuestras cosas es la solución? —gritó él, acercándose—. ¡Esto no es un juego, Alba! Estamos apenas sobreviviendo, y tú decides tirar lo poco que tenemos por un capricho.

—No es un capricho —espetó ella, con rabia en los ojos—. Es un grito de ayuda, Noel. ¡No puedo más con esta vida miserable!

Ambos quedaron en silencio. Noel pasó una mano por su cabello, respirando profundamente para calmarse.




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