La oficina estaba en silencio absoluto. Las luces del edificio ya se habían apagado en su mayoría, excepto por la brillante lámpara en el escritorio de Rina. Ella se encontraba frente a la computadora, su mirada fija en la pantalla, como si nada pudiera sacarla de su trance. Ya había aprendido lo suficiente sobre el funcionamiento de las cuentas de la empresa de su padre. Durante semanas había observado, preguntado, y aprovechado cada oportunidad para entender los movimientos financieros, las transferencias, y las claves del sistema. Sabía que el dinero de la empresa no solo era crucial para la estabilidad familiar, sino también para la libertad que siempre había soñado tener.
Ya tarde, cuando los demás empleados habían abandonado la oficina, Rina se quedó sola en el vasto espacio. Incluso Carla, la supervisora que solía ser tan vigilante, ya se había ido. Esa era la oportunidad que había estado esperando.
Con dedos rápidos, abrió el programa de contabilidad, navegó por las transacciones y localizó el monto que necesitaba. Había algo en su interior que se agitaba, como una corriente eléctrica recorriéndole la espalda, pero la determinación pudo más.
Escribió el monto: trescientos mil. Y antes de que pudiera detenerse a pensar, ya había transferido el dinero a una cuenta recién abierta en otro banco, una cuenta a su nombre, en un lugar alejado, donde nadie pudiera rastrearla fácilmente. Su corazón latía acelerado, pero su rostro permaneció impasible. No había vuelta atrás.
La operación bancaria finalizó con un clic seco en la pantalla. Rina no sonrió, ni se sintió aliviada. Solo se levantó, apagó la computadora y dejó la oficina en completa oscuridad. Afuera, la noche se extendía como una sombra infinita.
Salió del edificio con paso firme, sin mirar atrás. En la calle, las luces de los coches y los anuncios parpadeaban, pero para Rina todo parecía ajeno. Había cometido un acto irreversible. Había tomado lo que consideraba suyo, aunque en realidad, no le pertenecía.
Caminó hasta una tienda abierta 24 horas, una de esas que nunca cierra, siempre llena de productos que parecen estar allí solo para quienes buscan algo más que lo común. Entró sin vacilar y se dirigió a la sección de equipaje. Allí, entre maletas y bolsas de todo tipo, eligió una bolsa de viaje de tamaño mediano, de color oscuro, sin marcas llamativas. Lo único que importaba era que fuera discreta, lo suficientemente grande para llevar lo esencial.
Pagó en efectivo, sin mirar al vendedor a los ojos. Al salir de la tienda con la bolsa colgada en su hombro, como una promesa de un futuro incierto.
El dinero estaba en su cuenta. La bolsa estaba lista. El siguiente paso solo dependía de ella. Pero, en ese momento, el peso de lo que había hecho comenzaba a aplastarla lentamente. ¿Había hecho lo correcto? ¿Había realmente ganado algo, o solo había perdido más de lo que había imaginado?
La ciudad a su alrededor seguía viviendo, ajena a la traición que acababa de cometer, y Rina caminaba, con la mirada fija al frente, sin saber exactamente hacia dónde la llevaría el futuro.
***
Rina caminó con paso firme hacia el cajero automático con el su corazón acelerado al igual que sus pensamientos. Aunque había transferido el dinero a su cuenta, sabía que aún quedaba un último paso para hacer que todo fuera irreversible. La clave estaba en retirar los 300 mil y asegurarse de que nadie pudiera rastrear el flujo del dinero.
Cuando la máquina escupió el primer billete, el sonido le pareció ensordecedor. Cada billete que siguió parecía pesar más que el anterior. Rina, con manos temblorosas, fue apilando el dinero en su bolso, observando cómo se acumulaban los billetes de gran denominación. Su respiración se hizo más rápida, como si el aire a su alrededor se hubiera espeso.
—Esto es el último —se dijo a sí misma en un susurro. Y con cada billete que guardaba, sentía que cada parte de su vida anterior se desmoronaba.
Una vez que el dinero estuvo guardado en la bolsa, Rina miró alrededor para asegurarse de que nadie la observaba. El cajero estaba desierto, y ella pudo sentir una extraña calma, como si hubiera escapado por un momento de la pesadilla que había comenzado a tejer.
Subió a un taxi sin pensarlo con la bolsa apretada contra su costado. El taxi la condujo por las calles oscuras de la ciudad, la luz de los faros proyectando sombras largas y borrosas a través de las ventanas. Rina se recostó en el asiento, cerrando los ojos brevemente, intentando calmar la marea de nervios que la invadía.
En la casa, Rina fue rápida. Nadie parecía haber notado su regreso, y se despojó de su chaqueta antes de subir a su habitación. Cerró la puerta detrás de ella y, con cuidado, colocó la bolsa con el dinero en el placar. Lo escondió entre prendas que ya no usaba, lo suficientemente fuera de la vista como para pasar desapercibido.
El peso de la bolsa seguía pesando sobre su hombro, aunque ya no estaba físicamente allí. Ahora era una carga invisible, pero mucho más pesada. Se recostó sobre la cama mirando al techo.
El estrés la estaba consumiendo. Su mente no dejaba de dar vueltas sobre lo que acababa de hacer. La doctora Sari esperaba ese dinero, y con ello, el fin de sus problemas. Pero, ¿qué sucedería si la descubrieran? ¿Qué pasaría si alguien se diera cuenta de la desaparición del dinero?
El miedo la envolvía como una nube densa. Cerró los ojos con fuerza, intentando silenciar esos pensamientos, pero no podía. Cada posible consecuencia la atormentaba. La policía, la vergüenza, la traición a Héctor. ¿Sería capaz de enfrentar lo que vendría después?
En su mente, la pregunta persistía: ¿realmente valía la pena? Pero la respuesta ya estaba decidida. El dinero estaba en sus manos. Ya nada podía detenerla.
La habitación estaba demasiado quieta. Cada sonido en la casa le parecía un eco lejano. El teléfono sonó en algún lugar de la casa, y Rina dio un salto, su cuerpo rígido como una cuerda tensa. La llamada no era para ella. Sin embargo, el miedo a que alguien la descubriera, a que alguien comenzara a sospechar, no la abandonaba.