Rina estaba en su habitación sentada en la cama. La luz de la lámpara de la mesita de noche estaba proyectando sombras sobre las paredes blancas. Al lado de la chica estaba la bolsa con los 300 mil que había robado de la empresa. La mirada fija en la bolsa la inquietaba, y su mente recorría las consecuencias de su acción una y otra vez. A pesar de todo lo que había hecho, sentía que la entrega de ese dinero era solo el principio de algo aún más grande y peligroso.
Suspiró profundamente y tomó el celular. Marcó el número de la doctora Sari, sabiendo que este momento llegaría tarde o temprano.
—¿Rina? —respondió la voz al otro lado de la línea, calmada y precisa, como siempre.
—Sí, soy yo —dijo Rina, con voz baja. La tensión se sentía en el aire, aunque intentaba mantener la compostura. —Ya tengo el dinero. Puedo entregártelo ahora.
Hubo un breve silencio. La Dra. Sari no le dio tiempo a dudar.
—Perfecto. Estaré esperando en el lugar acordado. Ten cuidado, Rina. Asegúrate de que nadie te siga.
Rina asintió, aunque la doctora no podía verla. Colgó la llamada y dejó el celular sobre la mesita. El sonido del clic del teléfono resonó en sus oídos como un eco lejano. Era como si la conversación le hubiera dado un último empujón a su decisión, pero la incertidumbre no desaparecía.
***
Héctor sentía la tensión a flor de piel. Él se encontraba solo, dando vueltas en la sala del descanso.
Miró el reloj y calculó las horas. Faltaba muy poco hasta que estalle todo.
***
Rina se paró frente a la ventana de su habitación ligeramente abierta. Con una respiración nerviosa, miró la bolsa con el dinero una última vez antes de prepararse para salir. Pensaba en lo que haría después, en las consecuencias de su acción. Pero ahora solo podía pensar en entregar el dinero a la maldita Dra. Sari.
Con rapidez, ató la bolsa con fuerza a la cuerda que había preparado antes, asegurándose de que nada se escapara. Miró por última vez la habitación, como si quisiera grabar ese instante en su memoria antes de dejarla atrás.
Se acercó a la ventana, asegurándose de que no hubiera nadie fuera que pudiera verla. Con un movimiento rápido y decidido, dejó caer la bolsa con el dinero. El sonido de la tela chocando contra el suelo fue bajo, casi imperceptible, pero para Rina, resonó en su mente como una campana de advertencia.
Cerró la ventana y, respirando hondo, dio un paso atrás. Ahora solo quedaba salir y recoger el dinero, poner en marcha el último pasó de su complicidad con la Dra. Sari. La noche estaba por ser testigo de una decisión irreversible.
Rina miró el pasillo vacío. Estaba sola, pero sentía que algo la acechaba en la oscuridad. Esa sensación de ser observada no la abandonó mientras salía de su habitación y caminaba escalera abajo.
En este momento escuchó los pasos acercándose. Vio la figura de Héctor entrando al comedor y dirigiéndose a las escaleras.
Rina se tiró atrás, y corriendo sin hacer ruido volvió a su habitación.
Unos minutos después la puerta de la habitación de Rina se abrió suavemente, y Héctor apareció en el umbral. Su figura, normalmente imponente, ahora parecía más pequeña, como si el peso de los días lo estuviera agotando. Rina estaba sentada en la cama, mirando al frente, como si esperara algo o alguien. Al ver a su padre, levantó la mirada y le dedicó una sonrisa tímida, pero sus ojos delataban la ansiedad que la consumía.
—¿Cómo estás, hija? —preguntó Héctor con una voz suave, casi como si quisiera ocultar el desasosiego que sentía por dentro.
Rina, nerviosa, se pasó una mano por el cabello y se encogió de hombros.
—Estoy... un poco preocupada, papá —dijo, su voz temblando ligeramente—. El trabajo en la empresa es complicado, nunca estudié algo tan técnico... y me cuesta seguir el ritmo.
Héctor la observó unos segundos en silencio, como si pensara en sus palabras. Se acercó a ella y, con una sonrisa, le acarició la cabeza.
—Eres muy inteligente, Rina. Lo sé. Al igual que tu madre... y tu abuelo. Lo vas a lograr, hija. Todo va a salir bien —dijo, sin mostrar la menor duda, aunque por dentro sentía que nada estaba bien.
Se agachó y la abrazó con cariño. Rina, un tanto sorprendida por el gesto, se dejó envolver por sus brazos, sintiendo una calidez que solo su padre podría ofrecerle. Por un momento, Héctor se quedó allí, en silencio, como si quisiera aferrarse a esa sensación de amor y protección. Sin embargo, algo dentro de él se retorcía, como si supiera que este abrazo marcaba el final de una etapa. Era como una despedida silenciosa.
Mientras la abrazaba, Héctor recordó a Alba cuando era pequeña. Su risa en la casa, sus travesuras, la forma en que la niña siempre confiaba en él, como si fuera su protector. El recuerdo de su esposa también le atravesó la mente. Ella había muerto muchos años atrás, dejando un vacío profundo en su vida. Héctor pensó en todo lo que había perdido desde entonces, y en cómo, por momentos, se sentía como si estuviera viviendo en una especie de condena.
El peso de la culpa lo invadió nuevamente. Miró a Rina, abrazándola con más fuerza, sin poder decir lo que realmente sentía. ¿Cómo podía traicionar la confianza de su hija, aunque fuera por un bien personal? No podía quitarse el pensamiento de la trampa que había tejido con Lefevre, pero al mismo tiempo, sentía que no tenía otra salida. El futuro de su empresa, su propio bienestar, todo dependía de esa decisión, aunque a costa de perder a su propia hija.
Héctor apartó a Rina ligeramente y la miró con “dulzura”.
—Todo va a estar bien, hija —repitió, pero sus palabras sonaban vacías incluso para él.
Rina le sonrió de nuevo, pero sus ojos delataban algo más profundo: una confusión interna, una duda sobre las palabras de su padre que ella no podía identificar.
Cuando Héctor salió de la habitación, Rina se quedó mirando su espalda mientras él cerraba la puerta. Un nudo se formó en su garganta. Sintió una oleada de culpa por lo que había hecho, por lo que iba a hacer. ¿Cómo podía haberle robado a este hombre? A pesar de todo, él parecía un buen padre, pero algo en su mirada le decía que había más de lo que mostraba.