Héctor estaba en su habitación de descanso, sentado en el borde del sillón. Su mente corría a mil por hora. Las luces apagadas le daban un aire sombrío a la habitación, y solo el sonido del reloj de pared marcaba el paso lento del tiempo. Estaba esperando la llamada del contador, una llamada que podría cambiar su vida para siempre. La situación era cada vez más insostenible. Su propio error, la trampa que Lefevre le había tendido, estaba a punto de hundirlo, pero justo ahora tenía que llegar la solución.
Se pasó la mano por el rostro, sintiendo el sudor frío sobre su piel. Había estado preparándose para esto, pero nunca imaginó que la policía se acercaría tan rápido. Los últimos días habían sido un torbellino de incertidumbre, y ahora había que hacer el último paso.
El celular sobre la mesa vibró de repente, sacándolo de sus pensamientos. La luz de la pantalla lo iluminó un instante antes de que él tomara el teléfono con manos temblorosas. Era el abogado.
—¿Sí? —dijo Héctor, intentando disimular el nerviosismo en su voz.
El abogado, del otro lado de la línea, no perdió tiempo. Su tono era grave, casi urgente.
—Héctor, escúchame con mucha atención. La policía ya está en camino. Se dirigen directamente a tu casa. —Héctor sintió que el aire se le escapaba de los pulmones al escuchar esas palabras. El golpe fue directo y preciso—. Van por tu hija Alba. Están listos para arrestarla.
Héctor se quedó en silencio por un momento, procesando la información. Alba. Ahora todo terminaría cuando ella se convertía en el objetivo.
—¿Qué tengo que hacer yo? —preguntó Héctor.
Cuando la policía va a llevar a Alba, él ya no podría utilizarla para el matrimonio con el hijo de Wang, pero si, salvarse de la trampa de Lefevre.
El abogado, con una calma calculada, le explicó rápidamente su plan.
—Cuando lleguen, tienes que actuar sorprendido, Héctor. Tienes que hacer como si no supieras nada. Finge que te toma por sorpresa que la policía esté aquí por tu hija. Discute con ellos, incluso imita una llamada a mí, pero al final, debes ceder. Debes entregar a Alba a la policía. ¿Lo tienes claro?
Las palabras del abogado no eran solo un consejo. Era la única salida. Era lo único que quedaba por hacer.
—Entendido —respondió Héctor con voz firme, aunque su mente estaba atrapada en una maraña de pensamientos. Cortó la llamada rápidamente.
En ese preciso momento, María entró en la habitación sin hacer ruido. Se había mantenido al margen de todo lo que estaba sucediendo, pero no podía evitar sentir que algo estaba por cambiar. Algo que afectaría a toda la familia. La mirada de Héctor se encontró con la de ella, y por un instante, ambos se quedaron en silencio.
María se acercó con paso lento, mirando al hombre con preocupación.
—¿Pasa algo, señor Héctor? —preguntó con suavidad, sin comprender del todo la tensión que se palpaba en el aire.
Héctor se levantó del sillón y miró a ella.
—Está todo bien. Dedícate a tus cosas —La voz de Héctor sonó grave.
Héctor instintivamente miró arriba donde estaba la habitación de Alba.
El sonido del timbre interrumpió sus pensamientos, y ambos se quedaron congelados, mirando hacia la puerta.
***
El sonido de las sirenas policiales llegó primero, distante, como un presagio de lo que estaba por suceder.
Desde la ventana Héctor escuchó cómo el sonido de las sirenas se acercaba. Rápidamente, las luces intermitentes comenzaron a pintar de rojo y azul las paredes de su casa, advirtiendo que la policía ya había llegado.
María, que había estado en la cocina, salió apresuradamente al oír el bullicio. Miró por la ventana y vio a los agentes estacionados frente a la puerta. El miedo se apoderó de ella, y sin pensarlo dos veces, se dirigió al pasillo.
—Señor Héctor, la policía está aquí —dijo con voz temblorosa al entrar en la sala, mirando al hombre, que estaba de pie frente a la ventana, en completo silencio.
Héctor la miró, pero no respondió inmediatamente. Sabía que no quedaba mucho tiempo. Ya no había vuelta atrás. Finalmente, salió hacia la entrada de la casa, con pasos firmes, aunque el peso de lo que estaba a punto de ocurrir casi lo hacía tambalear.
Cuando abrió la puerta, los agentes estaban allí, firmes, mostrando su presencia con la autoridad que los caracterizaba. María se quedó atrás, mirando desde la puerta entreabierta, nerviosa y con la sensación de que el tiempo se había detenido.
Uno de los agentes, un hombre de unos cuarenta años, se adelantó y le mostró una orden de arresto. El papel estaba sellado con un tono de urgencia que Héctor no pudo ignorar.
—Señor Héctor, estamos aquí por su hija Alba. Tenemos una orden de arresto contra ella por cargos de fraude y evasión fiscal. Necesitamos llevarla con nosotros —dijo el agente con voz firme.
Héctor los miró con ojos fríos, haciendo un esfuerzo por no mostrar la alegria que sentía por dentro. Sintió la presión de la situación, pero sabía que no podía ceder tan fácilmente. Respiró hondo y, como el abogado le había sugerido, comenzó a simular indignación.
—¡¿Qué?! —exclamó Héctor, levantando la voz con furia aparente—. ¡Esto es una locura! Mi hija jamás haría algo así. ¡Esto debe ser un error!
Los agentes intercambiaron miradas, pero el agente principal no se dejó intimidar.
—Lo sentimos, señor, pero tenemos la orden. Debemos proceder con el arresto.
Héctor levantó las manos, fingiendo frustración y enojo.
—¡Esto es imposible! ¡No van a llevar a mi hija! ¿Dónde están las pruebas? ¡Esto no es más que un malentendido! —gritó, moviendo los brazos como si la indignación pudiera cambiar la situación.
Los agentes permanecieron firmes, sin mostrar signos de ceder.
—Señor, necesitamos pasar y llevar a su hija.
Finalmente, Héctor suspiró y, con una mirada de resignación, dio un paso atrás.
—Está bien, entren. Pero no lo voy a dejar así. —dijo, fingiéndose derrotado.