El ruido que despertó al muerto

Capítulo 1: El hambre de las tres

La casa respiraba mal, como él.

Brayan conocía cada crujido de sus maderas, cada quejido de sus vigas, porque llevaba cuarenta y siete noches contándolos. Cuarenta y siete, no, cuarenta y ocho —ya no sabía, los números se le enredaban cuando el hambre comenzaba a morderle el estómago vacío a las tres de la madrugada, puntual como una maldición.

Era una casa que no era de nadie y era de todos. Bueno, no: era del patrón, pero el patrón vivía en otra parte, en algún lugar con aire acondicionado y ventanas que no dejaban pasar el olor a tierra húmeda y abandono. Los que vivían aquí —los que de verdad habitaban entre estas paredes que sudaban salitre— eran los trabajadores, los cuidadores temporales de una propiedad que esperaba como novia vieja el regreso esporádico de sus dueños.

Brayan se sentó al borde de la cama. El colchón gimió, y él se detuvo, esperando. Uno, dos, tres segundos. Silencio. Los demás seguían durmiendo. Bien. Aunque qué importaba ya, si de todas formas...

Las pastillas estaban alineadas en la mesa de noche como soldaditos blancos y amarillos: la metformina para el azúcar que se le subía sin avisar, las estatinas para los triglicéridos que navegaban espesos por sus venas, el captopril para el corazón que latía como pájaro asustado cada vez que subía las escaleras. Carmen —no, no pienses en Carmen ahora— Carmen solía decirle que parecía farmacia ambulante. Se reía cuando lo decía. Dios, cómo extrañaba esa risa, aunque a veces, en las noches más crueles, la escuchaba todavía, flotando entre las paredes como un eco que no terminaba de irse.

Se puso de pie despacio. Los pies descalzos tocaron el piso frío y una corriente eléctrica le subió por la columna. Todo el cuerpo le dolía de estar acostado sin dormir, de fingir sueño, de esperar que el cansancio lo venciera. Pero el cansancio era un amante esquivo que lo seducía todo el día para abandonarlo justo cuando caía la noche.

La cocina quedaba al fondo del pasillo. Doce pasos si caminaba normal, veinticuatro si iba despacio, rozando las paredes para no hacer ruido. Había perfeccionado el arte de caminar como fantasma en su propia vida —qué ironía, ¿no?—, midiendo cada movimiento, calculando qué tablas del piso crujían menos, cuáles puertas había que empujar con el hombro exacto para que no chirriaran.

Pero el hambre... el hambre no entendía de silencios. Desde que había empezado a cenar a las seis de la tarde —órdenes del médico, algo sobre el metabolismo y la digestión nocturna—, su estómago había desarrollado su propio reloj biológico. Tres de la madrugada: hora de recordarle que existía, que necesitaba, que exigía.

Avanzó por el pasillo. La casa dormida tenía otro tipo de silencio, uno pesado, casi líquido, que se le metía por los oídos y le hacía escuchar hasta su propia sangre circulando. A su derecha, la puerta de Federico. El hombre roncaba con un ritmo irregular que a veces se cortaba, y en esos segundos de silencio absoluto, Brayan contenía la respiración, temiendo haberlo despertado. Pero no, el ronquido volvía, como motor viejo que retoma su marcha.

Más adelante, el cuarto de Anastasio. Ese dormía inquieto, murmurando cosas incomprensibles, peleando con sus propios demonios nocturnos. Una vez, Brayan lo había escuchado llorar en sueños, pero a la mañana siguiente Anastasio se había burlado de las ojeras de Brayan con una crueldad que solo tienen los que esconden su propio dolor.

Y Calín... Calín dormía en el cuarto del fondo, silencioso como serpiente. Ese no roncaba, no se movía, parecía no respirar siquiera. A veces Brayan se preguntaba si Calín realmente dormía o solo esperaba, acechando en la oscuridad como araña en su tela.

Solo Julián, en el cuarto más alejado, parecía dormir con paz. El único que lo miraba sin esa... esa cosa en los ojos, esa mezcla de desprecio y diversión que los otros llevaban como máscara.

La cocina apareció ante él como una promesa. Olía a grasa vieja y a café requmado, pero también a supervivencia. Abrió la alacena con la delicadeza de quien desarma una bomba. Los goznes protestaron —maldición, se había olvidado de aceitar esos goznes— y el sonido pareció explotar en el silencio. Se quedó inmóvil, el corazón galopando en el pecho (no te aceleres, corazón idiota, no ahora), esperando escuchar pasos, voces, el inicio del escarnio.

Nada.

Sacó el pan duro del día anterior. No podía masticarlo así, haría mucho ruido. Tendría que remojarlo en agua, como hacía su madre cuando él era niño y no había para más. El recuerdo le llegó de golpe: su madre en una cocina parecida, a una hora parecida, tratando de no despertar a su padre borracho. Los patrones se repiten, pensó, como las casas que respiran mal, como los corazones que fallan, como las esposas que se van antes de tiempo.

Carmen había muerto hacía tres meses. Tres meses, dos semanas y cuatro días, para ser exactos. No había sido el cáncer al final, sino el corazón —qué ironía que ahora el suyo también fallara—. Se había ido mientras dormía, en paz, dicen. Pero qué sabían ellos de paz. La paz no deja a los vivos despiertos a las tres de la madrugada, masticando pan remojado como indigentes en su propia casa temporal.

Un ruido.

Se congeló con el pan a medio camino de la boca. Había sido apenas un crujido, tal vez la madera ajustándose al frío de la madrugada, tal vez...

—¿Otra vez despierto, farmacia?

La voz de Federico lo atravesó como cuchillo. No gritó —había perdido esa capacidad hace tiempo—, pero sintió cómo algo dentro de él se encogía, se hacía más pequeño, más silencioso, más muerto.

—El hambre —murmuró, sin voltear.

—El hambre —repitió Federico con sorna—. Todos tenemos hambre, Brayan. Pero algunos sabemos aguantarnos hasta que sea hora decente.

Brayan no respondió. Masticó su pan húmedo mientras Federico lo observaba desde la puerta, una sombra contra otra sombra, dos fantasmas en una casa que no era de ninguno.




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