Federico no odiaba a muchas personas. Odiar requería energía, y a sus cincuenta y tres años había aprendido que la energía era un recurso que había que administrar, como el agua en época de sequía, como las palabras amables, como el sueño.
Sobre todo el sueño.
Pero a Brayan... a Brayan sí lo odiaba con esa clase de odio que te despierta a las tres de la madrugada antes incluso de escuchar sus malditos pasos arrastrándose por el pasillo como alma en pena. Un odio preventivo, anticipatorio. Un odio que te preparaba el cuerpo para la rabia antes de que tuvieras razón para sentirla.
Ahí estaba otra vez. Los pasos. Ese roce específico de pies que no se levantan del todo, que acarician el piso como pidiendo perdón por existir. Federico conocía cada matiz de ese caminar: primero el crujido suave de la cama de Brayan, luego el silencio calculado mientras el muy imbécil medía sus opciones, después el primer paso tentativo, el segundo más confiado, el tercero...
Se sentó en la cama antes de escuchar el cuarto paso. Marina solía decirle que tenía el sueño ligero como gato viejo. Marina, que dormía —había dormido— como piedra bendita, que no se despertaba ni con los truenos. Marina que...
No. No ahora.
Se levantó y caminó directo a la cocina. No como Brayan, no arrastrándose como cucaracha asustada. Federico caminaba con los pasos firmes de quien paga su parte de la renta, aunque fuera una renta simbólica al patrón ausente. Trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde, sol a sol, tierra bajo las uñas, espalda doblada sobre los cultivos que no eran suyos pero que cuidaba como si lo fueran. ¿Era mucho pedir ocho horas de sueño? ¿Ocho miserables horas sin interrupciones?
Pero no eran ocho. Nunca eran ocho. Desde que Marina... desde hace dos años, dormía cinco horas con suerte. A veces cuatro. A veces ninguna. El sueño se había vuelto un amante caprichoso que lo visitaba solo cuando quería, y cuando por fin llegaba, cuando por fin Federico lograba ese estado de inconsciencia que no era paz pero se le parecía, ahí venía Brayan con su hambre de las tres de la madrugada.
Lo encontró, como siempre, masticando pan remojado como un perro viejo.
—¿Otra vez despierto, farmacia?
El apodo le había salido solo la primera vez, pero le gustó cómo sonaba. Farmacia ambulante. Un hombre que necesitaba tantas pastillas para mantenerse vivo que uno se preguntaba si no sería más piadoso... pero no, esos pensamientos eran peligrosos. Federico conocía bien esos pensamientos.
—El hambre —murmuró Brayan sin voltear.
Siempre la misma excusa. El hambre. Como si Federico no conociera el hambre. Como si no hubiera pasado días enteros con el estómago royéndose a sí mismo cuando era niño, cuando su padre se bebía el jornal y su madre estiraba la sopa de frijoles con más agua que frijoles. Como si no conociera el hambre de ahora, esa otra hambre, la que no se llena con comida, la que te carcome desde adentro y no tiene nombre o tiene todos los nombres: soledad, culpa, tiempo perdido.
—El hambre. Todos tenemos hambre, Brayan. Pero algunos sabemos aguantarnos hasta que sea hora decente.
Era cruel, lo sabía. Marina le hubiera dado un codazo, le hubiera dicho "no seas así, Federico, el hombre está sufriendo". Marina siempre veía el sufrimiento ajeno, tenía esa cosa, ese radar para el dolor. Tal vez por eso se fue, porque había demasiado dolor alrededor y no pudo con todo.
No, no se fue. Se murió. Hay que llamar las cosas por su nombre, le había dicho el psicólogo ese que el patrón había traído una vez para los trabajadores después del accidente en el pozo. Marina se murió. De parto. En el siglo veintiuno, con hospitales y doctores y todo el cuento, Marina se murió tratando de traer al mundo a un niño que tampoco vivió. Dos por uno, oferta del destino.
Y ahora Brayan se paseaba por ahí con su dolor de viudo reciente como si fuera el único, como si su pérdida fuera más especial, más digna de compasión. Al menos él había tenido años con su mujer. Al menos él había podido despedirse. Al menos...
—Perdón —susurró Brayan, y Federico se dio cuenta de que había estado apretando los puños.
—Perdón —repitió Federico con sorna—. Siempre pidiendo perdón pero nunca cambiando nada. Mañana estarás aquí otra vez, a la misma hora, con la misma hambre y el mismo ruidito de ratón que cree que no molesta.
Brayan seguía sin voltear, masticando su pan miserable. En la penumbra de la cocina, con la única luz viniendo de la luna a través de la ventana sucia, parecía más fantasma que hombre. Flaco, encorvado, con esa manera de ocupar espacio como si pidiera disculpas por existir.
Federico lo odiaba más por eso. Por recordarle a sí mismo después del entierro, esos primeros meses cuando caminaba igual, cuando comía igual, cuando existía igual: a medias, disculpándose, sobreviviendo apenas.
Pero él se había levantado. Se había obligado a levantarse. Cada mañana, aunque el cuerpo pesara como plomo, aunque el mundo no tuviera colores, aunque el trabajo fuera lo único que lo separaba de... de pensamientos peligrosos. Se levantaba, trabajaba, comía, dormía. O intentaba dormir.
Y este pendejo no lo dejaba.
—Come pues —dijo finalmente, con un cansancio que era más viejo que sus años—. Pero mañana cena más tarde. O más temprano. O aguántate como todos nos aguantamos.
Se dio la vuelta para irse, pero algo lo detuvo. Tal vez fue la forma en que Brayan temblaba ligeramente, o cómo sus manos huesudas sostenían el pan como si fuera lo último que le quedara en el mundo.
—¿Cuánto hace? —se escuchó preguntar.
—¿Qué?
—Tu mujer. ¿Cuánto hace que murió?
Brayan finalmente volteó. En la oscuridad, sus ojos brillaban húmedos.
—Tres meses.
Tres meses. Federico casi se ríe. Tres meses no era nada. Tres meses era apenas el inicio, cuando todavía buscas a la persona en la cama al despertar, cuando todavía pones dos platos en la mesa por costumbre, cuando todavía...
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Editado: 14.10.2025