El ruido que despertó al muerto

Capítulo 3: El cobarde que encontró a otro cobarde

Anastasio despertó riendo.

No era una risa de alegría —hacía años que no conocía esa clase de risa—, sino ese tipo de risa nerviosa que te sale cuando tu cuerpo no sabe si llorar o gritar y elige la opción que menos preguntas levanta. Había soñado otra vez con el perro. El mismo perro de siempre: negro, enorme, con dientes que no cabían en ninguna boca real, persiguiéndolo por pasillos que se hacían más estrechos mientras él corría.

Veintiséis años. Veintiséis años y seguía soñando con el perro del patrón Mendoza que lo había mordido cuando tenía nueve. Una mordida nomás, en la pantorrilla izquierda, ni siquiera había necesitado puntos. Pero el miedo... el miedo se le había metido más profundo que los colmillos, se le había instalado en algún lugar entre las costillas donde no llegaban las manos ni las palabras de consuelo de su madre.

Se sentó en la cama, sudando frío. Afuera todavía estaba oscuro, pero ya se escuchaba el teatro de todas las madrugadas: los pasos de Brayan hacia la cocina, el suspiro dramático de Federico levantándose para ir a joderlo, el mismo guion de siempre.

Anastasio sonrió. Era una sonrisa torcida, de esas que duelen en las comisuras pero no puedes evitar. Porque ahí estaba la cosa: Brayan le caía bien. No, mentira. Brayan le caía de la chingada, pero le caía de la chingada de una manera útil, necesaria, como esas medicinas amargas que te curan algo que ni sabías que tenías enfermo.

Porque Brayan era más cobarde que él.

Por fin. Por fin, después de treinta y siete años de ser el más miedoso del rancho, del pueblo, del mundo entero tal vez, había llegado alguien más cagado que él. Alguien que le tenía miedo hasta a su propia sombra a las tres de la madrugada. Alguien que caminaba pidiendo permiso al aire. Alguien que...

Se levantó y fue al baño. En el espejo le devolvió la mirada un hombre que parecía diez años más viejo de los que tenía. El pelo ralo ya pintando canas, los ojos hundidos de tanto mirar sobre el hombro, la boca con esas líneas de tanto apretar los dientes cuando los miedos venían —y siempre venían, a veces con forma de perro, a veces con forma de patrón enojado, a veces con forma de cuenta impagada, a veces sin forma, que eran los peores—.

Su madre, que en paz descanse, solía decirle: "Mijo, el miedo es como los piojos, mientras más te rascas, más te pican". Pero ella no entendía. Nadie entendía. El miedo no era algo que él tuviera; el miedo era algo que él era. Estaba tejido en su ADN como el color de sus ojos o la forma de sus manos.

De niño le tenía miedo a la oscuridad. De adolescente, a las muchachas. De joven, a los jefes. De adulto, a todo: a los perros, a los truenos, a las enfermedades, a la muerte, a la vida, a quedarse solo, a estar acompañado, a hablar, a callarse. Un catálogo completo de terrores que cargaba como joroba invisible.

Pero Brayan... ah, Brayan era otra cosa.

Salió al pasillo justo a tiempo para ver la escena en la cocina. Federico ya estaba sermoneando, Brayan encogido como caracol salado. Anastasio se acercó despacio, saboreando el momento.

—¿Otra vez el sonámbulo del hambre? —dijo, y su voz salió más aguda de lo que pretendía, como siempre que trataba de sonar duro.

Brayan ni siquiera volteó. Eso era lo mejor, que ni siquiera se defendía. Era como pegarle a un saco de boxeo que no se balancea, pura satisfacción sin consecuencias.

—Déjalo, Anastasio —gruñó Federico—. Ya es suficiente.

Pero no era suficiente. Nunca era suficiente. Porque cada burla que le lanzaba a Brayan era un pequeño exorcismo, una manera de sacar sus propios demonios disfrazándolos de chistes crueles. Cada vez que se reía del miedo ajeno, su propio miedo se hacía un poquito más chico, un poquito más manejable.

—No, no, Federico, es que me preocupa nuestro amigo. ¿Qué tal si un día se muere del susto cuando abre la alacena? Imagínate nomás, muerte por pan duro.

Era malo. Lo sabía. Su madre se hubiera persignado, le hubiera dado un coscorrón, le hubiera dicho "no seas culero, Anastasio, el karma existe". Pero su madre estaba muerta hacía cinco años, y el karma, si existía, ya lo había castigado de nacimiento haciéndolo como era: un cobarde crónico, un miedoso profesional.

Y ahora, por primera vez en su vida, había alguien más abajo en la cadena alimenticia del valor.

—Yo nomás digo —continuó, acercándose más, oliendo el miedo de Brayan como los tiburones huelen la sangre—, que si le tiene miedo hasta a los ruidos de su propia panza, igual debería conseguirse un trabajo más tranquilo. No sé, cuidador de cementerio. Ahí todos están bien calladitos.

Federico lo miró con algo que podría ser asco o lástima. Daba igual. Federico no entendía. Federico era de esos hombres que nacen con el valor puesto, como quien nace con los ojos cafés. No sabía lo que era despertarse cada mañana teniendo que construir tu valentía desde cero, ladrillo por ladrillo, solo para que se derrumbe con el primer ladrido de perro o la primera sombra extraña.

Brayan finalmente habló, con esa voz de ratón que tenía:

—Perdón por molestar.

—¡Ah, pero si habla! —Anastasio aplaudió teatralmente—. Pensé que el miedo te había comido la lengua. Como los gatos, ¿no? Los gatos se comen la lengua de los muertos. O era de los bebés... no me acuerdo, pero da igual, el punto es...

—Ya cállate —cortó Federico.

El punto era que Anastasio no podía callarse. Si se callaba, si dejaba de burlarse, tendría que volver a su cuarto a enfrentar sus propios silencios, sus propios miedos. Y ahí no había nadie más cobarde que él. Ahí estaba solo con el recuerdo del perro, con el eco de todas las veces que había corrido en lugar de enfrentar, con la lista interminable de sus cobardías:

La vez que no defendió a su hermana del novio golpeador. La vez que no le pidió aumento al patrón aunque llevaba diez años sin uno. La vez que vio cómo robaban a una señora en el mercado y se hizo el que amarraba su zapato. La vez que... tantas veces. Tantas cobardías acumuladas que ya no cabían en su pecho y se le salían por la boca convertidas en burlas.




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